Gabriela lo miró de reojo.
La expresión de Álvaro, algo afligida, casi la hizo sentirse culpable por haber sospechado que lo hacía a propósito.
Sin decir palabra, presionó nuevamente el botón del elevador y entró.
Álvaro, con la cabeza gacha, la siguió.
Los ojos de Gabriela se posaron discretamente en la mano lastimada de él.
Estaba más que claro: creer que Álvaro era Emiliano seguía siendo parte de sus delirios.
Todo se debía a aquel aroma idéntico de la paella de mariscos, esa leve chispa de esperanza que uno agarra cuando está desesperado.
Pero lo falso no deja de ser falso.
Y por más que uno busque pruebas una y otra vez, al final, todo sigue siendo mentira.
Ella misma se sentía ridícula:
parte de su mente seguía lúcida, mientras la otra parte enloquecía, una dualidad que la hacía sentir como una payasa.
***
Lo que pasó con Teresa no tardó en difundirse entre su círculo social.
Aquellas personas que habían hablado mal de Gabriela o que habían molestado a Cintia empezaron a temer po