Los presentes se miraban entre sí, algunos con la boca completamente abierta.
Al fin y al cabo, tanto Mateo como Marc eran figuras de gran peso, y nadie se atrevía a enfrentarlos.
En silencio, todos sabían que la familia de Larreta estaba acabada.
Larreta, aturdida, miraba a Mateo y a Marc, sin poder articular una sola palabra de súplica. Un instante después, con el rostro pálido, se volvió hacia mí, aterrada:
—Señorita Lamberto... ¡Me equivoqué! No debí ser tan arrogante ni humillarla... ¡Si quiere, pégame!
Casi rompía a llorar, olvidando por completo su orgullo: —De verdad, lo siento, se lo ruego... Dígales al señor Vargas y al señor Romero que perdonen a mi familia... ¡Hoy vine a pedir una colaboración con la señora García, y ahora lo arruiné todo! ¡Mi padre me matará!
Sabía que no exageraba.
En familias como la suya, los hijos disfrutaban del poder y el dinero, pero también asumían las consecuencias. Si no solo no aportaban, sino que además perjudicaban a la familia, las repercusio