Sin ataduras y el nombre de un multimillonario
SEBASTIAN
En cuanto entré a la casa, el silencio me recibió como una burla en la cara. Ni voces, ni pasos, ni Sophie interpretando el papel de hija obediente como le había ordenado. Solo silencio y el leve crujido de las tablas del suelo mientras cerraba la puerta tras de mí.
No estaban en casa y aunque debería preguntarme por qué, no me importaba. De hecho, era justo lo que necesitaba. La frustración y la rabia me carcomían por dentro y necesitaba desahogarme. Estaba orgulloso de haber robado una de las llaves de la propiedad sin que mi padre se diera cuenta la última vez que estuve aquí.
Viejo senil. Probablemente ni siquiera lo notó porque estaba ocupado emocionándose por crear vínculos con su hija bastarda.
Sin perder tiempo, me moví por la casa como una tormenta, abriendo cajones de golpe, revisando archivos, destrozando armarios como si me debieran algo. Porque así era. Esta propiedad, esta maldita casa —el legado de ese viejo— era