La mansión estaba llena de ecos, pero nada era tan fuerte como el retumbar del silencio que los tres compartían en ese instante. Alexandre, con su expresión de ira contenida, miraba a Gabriel como si estuviera dispuesto a arrastrarlo al infierno, y Valeria estaba atrapada entre los dos, observando cada gesto, cada respiración, cada palabra. El aire era pesado, como si algo estuviera a punto de quebrarse.
—¿Sabes qué? —dijo Alexandre con voz tensa, pero controlada, acercándose un paso más hacia Gabriel. —No solo me desafías en mi propia casa, sino que te atreves a cuestionarme sobre algo que nunca te ha pertenecido. Esta mujer, el niño... todo es mío, Gabriel. Lo has perdido. La sonrisa que se dibujó en su rostro era una mueca cruel, como si la victoria estuviera a su alcance.
Gabriel se quedó inmóvil por un momento, contemplando la arrogancia de Alexandre. Luego, una risa suave, casi burlona, escapó de sus labios.
—¿Perdido? —repitió, manteniendo su postura relajada a pesar de la tens