El vecino había asomado apenas la cabeza, preguntando con torpeza si todo estaba bien. Nadie le prestó atención. Alexander respondió con frialdad, Gabriel con rabia contenida, y Valeria con un silencio forzado que apenas ocultaba su temblor. El hombre se retiró, incómodo, pero no del todo.
Desde el pasillo, oculto en la penumbra, el vecino se quedó escuchando. Sus ojos se fijaron en la puerta rota, en los gritos sofocados, en el choque de golpes que estremecía las paredes. Y sonrió. Una sonrisa pequeña, casi imperceptible, como si aquella escena no lo sorprendiera en lo absoluto.
Valeria, desesperada, aprovechó la confusión para huir. Bajó corriendo las escaleras, con lágrimas en los ojos y el corazón hecho pedazos. Afuera, la noche la envolvió, pero la sensación de estar vigilada no la abandonó.
—Valeria… —la voz del hombre emergió de la sombra.
Ella se giró bruscamente, esperando ver a Alexander o Gabriel, pero no. Era él. El vecino.
El mismo que había preguntado hace minutos si tod