El caos llenaba la habitación. El vecino maldecía en el suelo, Gabriel intentaba alcanzarla, pero Alexandre fue más rápido. Con una fuerza brutal, la tomó de la cintura y la levantó como si fuera una muñeca de trapo.
—¡No! —gritó Valeria, agitando las piernas, intentando soltarse—. ¡Déjame!
Gabriel corrió hacia ellos, pero Alexandre lo detuvo con una patada que lo derribó contra la mesa. El sonido de la madera crujiendo se mezcló con el jadeo de Valeria.
—¡Maldito! —bramó Gabriel, tratando de levantarse.
Pero Alexandre no perdió tiempo. La apretó contra su pecho y, con una calma cruel, le susurró al oído:
—Creíste que podías huir de mí, Valeria… ¿cuántos kilómetros corriste? ¿Cuántas noches lloraste pensando que estabas a salvo? —apretó aún más, casi rompiéndole las costillas—. Y mírate ahora. Volviste a mí. Siempre vuelves.
Las lágrimas le ardían en los ojos, pero entonces, con un grito desgarrador, Valeria escupió las palabras que llevaba meses guardando.
—¡Ese niño no es tuyo, Alex