La noche era un laberinto.
Los árboles parecían cerrarse sobre ellos, las sombras se movían como si tuvieran vida propia.
Valeria corría con su hijo en brazos, sintiendo el peso y el miedo quemándole los pulmones. Gabriel apenas podía seguirla, tambaleante, apoyándose en los troncos para no caer.
Detrás de ellos, se escuchaban pasos rápidos, seguros.
Alexandre no corría como alguien desesperado.
Corría como un cazador.
—¡VALERIA! —rugió su voz, tan fuerte que el niño se estremeció en su pecho.
Ella no miró atrás. No podía. Sabía que si lo hacía perdería el ritmo, la fuerza, tal vez la esperanza.
El terreno se volvió irregular. Piedras, raíces, hojas mojadas.
Gabriel tropezó.
—¡Ah! —gritó, cayendo de rodillas.
Valeria se detuvo en seco.
—¡Gabriel!
Él levantó la cabeza, el dolor evidente.
—Sigue… —jadeó—. Tú… sigue… no dejes que los atrape…
—¡No te voy a dejar aquí! —respondió con desesperación.
Pero no hubo tiempo para discutir.
Un disparo atravesó el silencio.
Seco.
Cercano.
Casi a su