Valeria retrocedió hasta quedar entre la puerta y el niño. Su respiración era un temblor contenido. Gabriel intentó ponerse de pie, pero el dolor lo dobló. Él sabía que no podría defenderlos. No esta vez.
Otro crujido.
Más cerca.
Más lento.
Como si la oscuridad respirara.
Valeria tomó la rama rota que había usado antes. Sus manos temblaban, pero la sostuvo firme.
El niño se aferró a su pantalón, sus ojos enormes, brillantes por el miedo.
Gabriel murmuró apenas:
—No lo enfrentes… no sola…
Pero ya era tarde.
La puerta de la estación se abrió con un movimiento suave.
Demasiado suave.
Como si quien entraba disfrutara alargando el momento.
La luna, filtrándose por la entrada, dibujó la silueta de un hombre.
Alto.
Impecable incluso en mitad del bosque.
Abrigo oscuro, el cuello levantado.
Manos cubiertas con guantes negros.
Era Alexandre.
Y sonreía.
No como un loco.
No como un monstruo.
Sonreía como un hombre que siempre obtiene lo que quiere.
Sus ojos recorrieron la escena:
Gabriel en el su