El sonido del motor fuera de la cabaña rompió la calma que apenas habían conseguido.
Valeria se incorporó de golpe, el corazón dándole un vuelco en el pecho. Gabriel intentó moverse, pero el dolor de la herida lo hizo gemir.
—¿Qué pasa? —murmuró, con la voz áspera.
—Escucha… —susurró ella, llevando un dedo a sus labios.
Afuera, unos pasos se hundían en el barro. Eran pesados, firmes, como los de alguien acostumbrado a cazar. Valeria miró por la ventana apenas entreabierta y vio la silueta de un hombre con abrigo oscuro, hablando por un radio.
El eco metálico de su voz la hizo helarse.
—Los encontré. Están aquí.
El pánico la golpeó.
—¡Gabriel, tenemos que irnos ahora! —susurró, corriendo hacia la pequeña mochila donde guardaba lo poco que tenían.
Él intentó incorporarse, tambaleante.
—No puedo correr mucho…
—Entonces te ayudo —dijo ella sin dudar, pasándole un brazo por los hombros—. Pero no me digas que no, no esta vez.
El niño ya estaba despierto, con los ojos abiertos de par en par,