Gabriel empezó a temblar, el sudor frío perlaba su frente y su respiración se volvía cada vez más agitada. Valeria lo sostenía con las manos temblorosas, presionando la herida con un trozo de tela empapado en agua sucia.
—Gabriel… no me hagas esto —susurró, con la voz quebrada—. No ahora, por favor.
Él intentó sonreír, pero el dolor lo hizo gemir.
—Estoy bien… solo necesito… descansar un poco.
—No, no cierres los ojos —dijo Valeria, golpeándole suavemente la mejilla—. ¡Mírame, por favor!
El niño lloraba a su lado, como si entendiera el peligro. El viento se colaba por las rendijas de las ventanas, trayendo un frío que cortaba la piel.
Valeria miró alrededor, desesperada. No podía dejarlo morir allí, pero si salía a buscar ayuda, corría el riesgo de que los encontraran. La imagen del cuerpo de Alexandre volvió a cruzar su mente como un relámpago. Sintió náuseas.
—Gabriel, aguanta… —repitió, sujetando su mano—. Voy a buscar algo, lo que sea que te ayude.
Él apenas asintió, con la mirada