El rugido del motor rompió el silencio del amanecer.
Alexandre iba al volante, los ojos fijos en la carretera que se extendía como una herida gris entre los pinos. A su lado, uno de sus hombres revisaba el rastreador en la tableta, el punto rojo moviéndose lentamente hacia el norte.
—No pueden haber ido muy lejos —dijo el hombre, sin levantar la vista.
Alexandre no respondió. Su mandíbula estaba tensa, los nudillos blancos sobre el volante.
El sonido del tren aún resonaba en su mente; sabía que Valeria había tenido la audacia suficiente para subirse a uno.
Y eso lo irritaba.
No porque hubiera escapado… sino porque lo había desafiado.
—Encuéntralos antes de que anochezca —murmuró, con esa voz baja que helaba la sangre—. No quiero excusas.
El vehículo aceleró entre la niebla.
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En el tren, Valeria se removió cuando el traqueteo disminuyó.
Habían pasado horas, y el niño seguía dormido, abrazado a su peluche. Gabriel, en cambio, se movía inquieto, con el rostro pálido y el sudor frío pega