Apenas la puerta se cerró tras Alejandro, Margaret apretó los puños con rabia contenida. Su respiración se volvió agitada y, en un arranque de furia, tomó una almohada y la lanzó con todas sus fuerzas contra el suelo.
—¡Maldito seas, Alejandro! —gruñó entre dientes, con el rostro encendido de ira—. ¡Me las vas a pagar!
Sus ojos ardían con resentimiento mientras se ponía de pie con esfuerzo. Su vientre le recordaba que debía tener cuidado, pero su odio la impulsaba. Caminó de un lado a otro de la habitación, sintiendo cómo la rabia la consumía.
—Sé que sigues así por esa maldita mujer... —susurró, apretando los dientes—. Pero te juro, Alejandro, que me encargaré de que nunca la encuentres.
Su respiración se volvió más pausada, pero su mirada seguía encendida de determinación.
—Si tengo que matarla con mis propias manos, lo haré.
Se detuvo frente al espejo y observó su reflejo. Sus ojos oscuros brillaban con una mezcla de dolor y obsesión. Alejandro debía ser suyo, no de otra. Y si esa