La puerta se cerró de golpe detrás de Margaret, retumbando como un trueno en la habitación. Su pecho subía y bajaba con violencia. Las manos le temblaban, y los ojos, cargados de furia, brillaban con una mezcla de despecho y humillación. Caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, su vestido aún reluciente contrastando con el caos emocional que le devoraba por dentro.—¡No puede ser! —murmuraba una y otra vez, apenas consciente de que hablaba en voz alta—. ¡Alejandro no puede hacerme esto!Sus tacones golpeaban con fuerza la alfombra mientras caminaba de pared a pared, incapaz de quedarse quieta. Su mirada se perdía entre los muebles, sin verlos realmente. Sus pensamientos giraban como un torbellino en su mente: el beso, la declaración frente a todos, la humillación pública... Todo resonaba en su cabeza como un eco maldito.Se detuvo frente al espejo de cuerpo entero, el rostro enrojecido por la rabia.—Todo lo que hice fue por amor —dijo, con voz ahogada—. ¡Todo!Se giró con
La sala estaba iluminada por una tenue luz cálida, y el ambiente se sentía acogedor. Risas suaves, conversaciones cruzadas y el sonido lejano de una música instrumental envolvían a la familia Ferrer en una atmósfera de armonía. Alejandro estaba sentado en uno de los sofás principales, con su hijo en brazos. El infante dormía plácidamente, ajeno al mundo que lo rodeaba, con una expresión de paz que enternecía a todos.Isabella, sentada cerca, miraba a su nieto con ojos llenos de amor.—Será hermoso verlo crecer rodeado de tanto amor —comentó Isabella, con una copa de vino en la mano.—Y con una familia unida —añadió otra voz femenina, a lo que Carlos Ferrer se acercó con orgullo.Alejandro irritante, pero su mirada se desvió por un instante, perdida en algún punto invisible. Fue entonces cuando se levantó con suavidad, cuidando de no despertar al bebé, y se dirigió hacia su madre.—Aquí tienes, mamá. Voy a llevar a Irma a dar un paseo, necesitamos un momento a solas —dijo, entregando a
El sol iluminaba suavemente el jardín de la casa. La brisa era tibia, y el canto de los pájaros acompañaba el ambiente de despedida. Camila y Adrien estaban de pie frente a la puerta principal. Adrien se había vestido con ropa informal, pero cuidada, listo para emprender su viaje hacia la ruta donde atendería unos asuntos personales relacionados con su trabajo.Camila lo miraba con una mezcla de emoción y tristeza. No quería que se fuera, pero comprendía que tenía que hacerlo. Adrien, con una sonrisa traviesa, la abrazó y, sin previo aviso, le dio un beso suave, cálido, cargado de sentimientos que habían ido creciendo día a día entre ellos. Al separarse, se inclinó hacia su oído y le susurró:—Te tengo un regalo.Camila lo miró sorprendida.—¿Un regalo? ¿Qué es?Adrien metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un teléfono nuevo. Se lo extendió con una sonrisa.—Es para ti. Allí tienes el número de tu madre. Para que puedas llamarla cuando quieras.Los ojos de Camila
El Legado de Don Alfonso El viento frío soplaba entre los árboles del cementerio, sacudiendo las hojas secas que crujían bajo los pies de quienes asistían al último adiós. Alejandro Ferrer permanecía en silencio, observando cómo el ataúd de su abuelo, Don Alfonso Ferrer, descendía lentamente hacia su tumba. La expresión en su rostro era tan rígida como siempre; no había lágrimas en sus ojos, aunque el peso de la pérdida lo aplastaba por dentro. Alejandro, de treinta y tres años, había aprendido desde joven a no mostrar sus emociones. Era un hombre fuerte, calculador y con un temperamento frío que lo convertía en un líder implacable en los negocios. Su abuelo había sido su modelo a seguir, el hombre que le había enseñado a no depender de nadie, a ser independiente y a tomar el control. Ahora, todo lo que quedaba de Don Alfonso era una pesada herencia: no solo la empresa familiar, sino también el vacío que dejaba en cada uno de los miembros de la familia. A su lado, sus padres, Carl
El restaurante al que Ricardo había llevado a Alejandro era uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, conocido por su discreción y elegancia. A pesar de la tranquilidad que ofrecía el lugar, Alejandro seguía inquieto. Ni siquiera el olor a comida recién preparada lograba aliviar la presión que sentía en el pecho. No era solo la pérdida de su abuelo, sino todo lo que implicaba la herencia que ahora recaía sobre él. —Relájate, hombre —dijo Ricardo mientras los dos se sentaban en una mesa junto a la ventana—. Una comida no va a arreglar todo, pero al menos te sacará de esa nube oscura en la que te has metido. Alejandro no respondió, solo asintió, su mente todavía enfocada en los pendientes que lo esperaban en la oficina. Sin embargo, decidió hacer un esfuerzo aunque fuera por unos minutos. —Voy al baño un segundo —dijo Alejandro, levantándose de la mesa. Caminó con paso firme hacia la parte trasera del restaurante, intentando organizar sus pensamientos. Mientras regresaba, dis
Camila caminaba por las calles del barrio con pasos lentos, sintiendo el peso de la tarde en sus hombros. A sus 23 años, la vida no había sido fácil para ella, pero siempre había encontrado la fuerza para seguir adelante. Desde que su padre murió en un accidente cuando ella tenía solo 17 años, la responsabilidad de cuidar a su familia había recaído completamente sobre sus hombros. Su madre, Marta, había quedado devastada por la pérdida, y desde entonces, Camila había sido el pilar del hogar. Vivía en una pequeña casa de un barrio humilde, junto a su madre y su hermana menor, Sofía, quien apenas tenía 6 años. El hogar era modesto, con muebles desgastados pero llenos de cariño. A pesar de las dificultades económicas, Camila siempre hacía lo posible por mantener un ambiente cálido y amoroso para su hermana y su madre. Ese día, al abrir la puerta de su casa más temprano de lo habitual, su madre, Marta, levantó la vista desde la mesa del comedor, sorprendida. Marta era una mujer de rost
Había pasado un mes desde que Don Alfonso Ferrer fue enterrado, y el luto aún rondaba en los corazones de la familia. Alejandro Ferrer, a pesar de su temple firme, no podía evitar sentirse inquieto. El testamento de su abuelo sería leído al día siguiente, y aunque muchos asumían que la empresa familiar le pertenecería, Alejandro no estaba tan seguro. Aquella tarde, se encontraba en el club privado junto a su amigo Ricardo. Era un lugar que siempre había frecuentado, pero en ese momento no lograba disfrutar la atmósfera relajada del sitio. Estaban sentados en la terraza, con bebidas sobre la mesa y una vista de la ciudad que, para Alejandro, parecía lejana y borrosa. —¿Listo para mañana? —preguntó Ricardo mientras daba un sorbo a su bebida. Alejandro se encogió de hombros, con una expresión seria. —No sé si estoy listo, Ricardo. Mi abuelo siempre fue impredecible. No tengo ni idea de lo que pueda haber dejado en ese testamento. Ricardo lo miró con curiosidad. —¿De verdad crees q
La noche había sido larga, pero Alejandro, fiel a su costumbre, no dejaba que las distracciones lo afectaran. Se despidió de la mujer con quien había compartido la velada, tan despreocupado como siempre, asegurándose de que ella no esperara nada más que un momento pasajero. Después de todo, su vida no estaba diseñada para compromisos duraderos.Cuando finalmente llegó a casa, la madrugada ya asomaba y las luces de la enorme residencia Ferrer permanecían encendidas. La imponente mansión, situada en las afueras de la ciudad, parecía más silenciosa que de costumbre, y Alejandro no pudo evitar notar lo pesado que se sentía el ambiente al entrar.Al cruzar la puerta, fue recibido por la mirada seria de su padre, Carlos Ferrer, quien estaba sentado en uno de los sillones del gran salón. Llevaba un tiempo esperando su regreso, con una mezcla de preocupación y anticipación reflejada en sus ojos.—Alejandro —dijo Carlos con voz firme, aunque contenida—. Mañana se lee el testamento de tu abuelo