La tenue luz del estudio iluminaba el rostro de Alejandro Ferrer con un matiz dorado y cálido. La madera oscura de las estanterías, repletas de libros y documentos, aportaba una sensación de refugio. El murmullo lejano del atardecer se colaba por las ventanas entreabiertas, y el leve crujido de la silla de cuero acompañaba el silencio que había quedado tras la llamada con Irma.Alejandro giró el celular entre sus dedos, aún pensativo. En su rostro se notaba una mezcla de serenidad y resignación. Andrés lo observaba desde uno de los sillones frente al escritorio, con los codos apoyados en las rodillas y los dedos entrelazados. La pregunta flotaba en el aire, suave pero directa.— ¿Te sientes feliz con Irma? —preguntó con un tono sincero, sin juicio, solo curiosidad.Alejandro levantó lentamente la mirada. Lo miró fijamente, como si en su mente se ordenaran las piezas antes de darle forma a la verdad.—La verdad... —empezó con voz baja—. Me siento bien con ella. Con Irma… olvido un poco
El reloj marcaba las seis con quince de la tarde cuando Alejandro Ferrer apagó su computadora, se levantó de su escritorio y tomó su chaqueta del perchero. Su teléfono vibró con una notificación, pero no la revisó. Lo deslizó en el bolsillo interior de su saco y caminó con paso firme hacia la puerta. Su secretaria lo vio acercarse y se puso de pie rápidamente.—¿Se retira, señor Ferrer? —preguntó con una leve sonrisa profesional.—Sí, Ana. No regreso por hoy. Que tengas buena tarde.—Igualmente, señor Ferrer.Alejandro le dedicó un leve gesto de cabeza y se dirigió al ascensor. Presionó el botón y esperó en silencio, con las manos en los bolsillos y el ceño ligeramente fruncido. Cuando las puertas se abrieron, entró sin mirar a nadie y descendió hasta el estacionamiento subterráneo. Al salir, buscó con la mirada su auto entre la hilera de vehículos. El silencio del lugar le ofrecía una calma extraña. Sacó las llaves, presionó el botón y las luces del coche parpadearon.Se acercó, abri
Alejandro volvió al auto con el corazón palpitando con fuerza. Aquel encuentro con Marta le había removido más de lo que quería admitir. Su mente giraba alrededor de la fotografía que ahora llevaba en el bolsillo interno de su chaqueta, una imagen que pesaba más que el metal del marco que la contenía. Al sentarse en el asiento del conductor, la sacó con delicadeza, como si fuera un pedazo del alma de Camila que había quedado atrapado en el papel.La inspeccionada de reojo mientras encendía el motor; Los faros del auto cortaron la oscuridad de la noche. El rostro de Camila, sonriendo en un jardín desconocido, le devolvía la mirada como si intentara decirle algo desde otro tiempo, desde otra vida.— ¿Dónde te tomaste esta foto, Camila? —susurró, sintiendo un nudo en la garganta—. No recuerdo haber visto este jardín nunca.Guardó la imagen con cuidado en su chaqueta y apretó el volante, sintiendo cómo la impotencia le recorría el pecho.—Me voy a volver loco —murmuró, con los ojos nublad
La puerta se cerró de golpe detrás de Margaret, retumbando como un trueno en la habitación. Su pecho subía y bajaba con violencia. Las manos le temblaban, y los ojos, cargados de furia, brillaban con una mezcla de despecho y humillación. Caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, su vestido aún reluciente contrastando con el caos emocional que le devoraba por dentro.—¡No puede ser! —murmuraba una y otra vez, apenas consciente de que hablaba en voz alta—. ¡Alejandro no puede hacerme esto!Sus tacones golpeaban con fuerza la alfombra mientras caminaba de pared a pared, incapaz de quedarse quieta. Su mirada se perdía entre los muebles, sin verlos realmente. Sus pensamientos giraban como un torbellino en su mente: el beso, la declaración frente a todos, la humillación pública... Todo resonaba en su cabeza como un eco maldito.Se detuvo frente al espejo de cuerpo entero, el rostro enrojecido por la rabia.—Todo lo que hice fue por amor —dijo, con voz ahogada—. ¡Todo!Se giró con
La sala estaba iluminada por una tenue luz cálida, y el ambiente se sentía acogedor. Risas suaves, conversaciones cruzadas y el sonido lejano de una música instrumental envolvían a la familia Ferrer en una atmósfera de armonía. Alejandro estaba sentado en uno de los sofás principales, con su hijo en brazos. El infante dormía plácidamente, ajeno al mundo que lo rodeaba, con una expresión de paz que enternecía a todos.Isabella, sentada cerca, miraba a su nieto con ojos llenos de amor.—Será hermoso verlo crecer rodeado de tanto amor —comentó Isabella, con una copa de vino en la mano.—Y con una familia unida —añadió otra voz femenina, a lo que Carlos Ferrer se acercó con orgullo.Alejandro irritante, pero su mirada se desvió por un instante, perdida en algún punto invisible. Fue entonces cuando se levantó con suavidad, cuidando de no despertar al bebé, y se dirigió hacia su madre.—Aquí tienes, mamá. Voy a llevar a Irma a dar un paseo, necesitamos un momento a solas —dijo, entregando a
El sol iluminaba suavemente el jardín de la casa. La brisa era tibia, y el canto de los pájaros acompañaba el ambiente de despedida. Camila y Adrien estaban de pie frente a la puerta principal. Adrien se había vestido con ropa informal, pero cuidada, listo para emprender su viaje hacia la ruta donde atendería unos asuntos personales relacionados con su trabajo.Camila lo miraba con una mezcla de emoción y tristeza. No quería que se fuera, pero comprendía que tenía que hacerlo. Adrien, con una sonrisa traviesa, la abrazó y, sin previo aviso, le dio un beso suave, cálido, cargado de sentimientos que habían ido creciendo día a día entre ellos. Al separarse, se inclinó hacia su oído y le susurró:—Te tengo un regalo.Camila lo miró sorprendida.—¿Un regalo? ¿Qué es?Adrien metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un teléfono nuevo. Se lo extendió con una sonrisa.—Es para ti. Allí tienes el número de tu madre. Para que puedas llamarla cuando quieras.Los ojos de Camila
El Legado de Don Alfonso El viento frío soplaba entre los árboles del cementerio, sacudiendo las hojas secas que crujían bajo los pies de quienes asistían al último adiós. Alejandro Ferrer permanecía en silencio, observando cómo el ataúd de su abuelo, Don Alfonso Ferrer, descendía lentamente hacia su tumba. La expresión en su rostro era tan rígida como siempre; no había lágrimas en sus ojos, aunque el peso de la pérdida lo aplastaba por dentro. Alejandro, de treinta y tres años, había aprendido desde joven a no mostrar sus emociones. Era un hombre fuerte, calculador y con un temperamento frío que lo convertía en un líder implacable en los negocios. Su abuelo había sido su modelo a seguir, el hombre que le había enseñado a no depender de nadie, a ser independiente y a tomar el control. Ahora, todo lo que quedaba de Don Alfonso era una pesada herencia: no solo la empresa familiar, sino también el vacío que dejaba en cada uno de los miembros de la familia. A su lado, sus padres, Carl
El restaurante al que Ricardo había llevado a Alejandro era uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, conocido por su discreción y elegancia. A pesar de la tranquilidad que ofrecía el lugar, Alejandro seguía inquieto. Ni siquiera el olor a comida recién preparada lograba aliviar la presión que sentía en el pecho. No era solo la pérdida de su abuelo, sino todo lo que implicaba la herencia que ahora recaía sobre él. —Relájate, hombre —dijo Ricardo mientras los dos se sentaban en una mesa junto a la ventana—. Una comida no va a arreglar todo, pero al menos te sacará de esa nube oscura en la que te has metido. Alejandro no respondió, solo asintió, su mente todavía enfocada en los pendientes que lo esperaban en la oficina. Sin embargo, decidió hacer un esfuerzo aunque fuera por unos minutos. —Voy al baño un segundo —dijo Alejandro, levantándose de la mesa. Caminó con paso firme hacia la parte trasera del restaurante, intentando organizar sus pensamientos. Mientras regresaba, dis