Mientras la voz de Rodolfo llenaba el "Rincón de la Abuela", creando una atmósfera de inesperada intimidad con Catalina, a varios kilómetros de allí, en su lujoso apartamento, Leonardo se consumía en la espera. La luz tenue de su sala, con vistas panorámicas a la ciudad, no lograba disipar la inquietud que lo roía por dentro. Se paseaba de un lado a otro, su teléfono inútil en la mano, un nudo apretado en el estómago que le recordaba la ausencia de Catalina.
Cada día que pasaba, la figura de Catalina se aferraba más a sus pensamientos. Al principio, había sido una obsesión, un capricho. Luego, la necesidad de reivindicar su orgullo herido. Pero ahora, se decía a sí mismo, con una sinceridad que apenas lograba comprender: "Cada día pienso en Catalina. De verdad estoy enamorado de ella. No dejo de pensar en ella." La confesión le sorprendía, una emoción genuina, abriéndose paso entre las capas de su habitual arrogancia. Necesitaba que ella lo viera diferente, que dejara de percibirlo co