El apartamento estaba en silencio. Leonardo seguía sumido en su propio infierno, ajeno al torbellino de emociones que se desataba en ella. No se molestó en prepararle el desayuno; su empatía por él, esa que la había hecho dudar la noche anterior, se había esfumado con la luz del día.
Bajó las escaleras y salió del apartamento, el aire fresco de la mañana un contraste bienvenido con el ambiente cargado del interior. El viejo coche que Don Rafael les había asignado, ese que Leonardo despreciaba, parecía ahora un compañero silencioso en su cruzada. Lo condujo con una mezcla de prisa y una extraña calma, el trayecto hacia la empresa una oportunidad para organizar sus pensamientos y afilar su estrategia.
Al llegar a las oficinas de Santini, el imponente edificio de cristal y acero se alzaba majestuoso contra el cielo. El bullicio matutino, las voces de los empleados que llegaban, el aroma a café que comenzaba a flotar en el aire, todo le recordó el mundo que había conquistado, un mundo que