El tic-tac del viejo reloj de pared resonaba en el silencio pesado del apartamento. Cada segundo que pasaba, Leonardo sentía un vacío más profundo en el pecho, una angustia que se aferraba a él como una garrapata, chupando su energía y su habitual arrogancia. El bullicio del Velvet Club, las luces estroboscópicas y las risas superficiales de sus amigos se habían desvanecido, dejando solo el crudo recuerdo de la humillación. Rodolfo. Su sonrisa. Las palabras que habían rasgado la capa de su falsa seguridad. Y la mirada de Catalina, esa mirada helada que había clavado en él cuando la había dejado en la oficina.
Abrió la puerta del apartamento, sintiendo un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío de la noche. El lugar, que antes le había parecido una prisión, ahora era un recordatorio constante de su fracaso. Se arrastró hasta la sala, con el cuerpo pesado y la mente nublada por la resaca emocional. Solo quería caer en el sofá y dejar que la oscuridad lo envolviera.
Pero entonce