Las palabras de Lorenzo fueron una ráfaga de aire ártico en el sofocante calor de junio, congelando la sangre de mis venas. No podía dejar de temblar.
Me fui al cuarto sin hacer ruido. Afuera de la enorme ventana, las luces de neón de la ciudad comenzaron a encenderse. Me apoyé contra el vidrio frío, mientras las lágrimas resbalaban silenciosas por mis mejillas.
La noche anterior se reprodujo en mi mente.
Las manos de Lorenzo recorriendo mi cuerpo, ardientes y posesivas. Sus labios rozando mi oreja y su voz que me decía en un susurro ronco:
—Viviana, eres mía. Siempre serás la única para mí.
Casi me derrito en sus brazos y pensé que diez años de devoción finalmente habían dado fruto.
Qué ridículo.
Finalmente entendí que para un hombre como Lorenzo, el sexo, el amor y el poder eran tres cosas totalmente diferentes. Podía tomar lo que quería de mi cuerpo mientras planeaba conquistar a la princesa de los Falcón. Esas palabras dulces no eran más que trucos baratos para facilitar su "ensayo".
Mi teléfono vibró y era un mensaje cifrado de Marcos, el segundo al mando de Lorenzo.
Marcos: “El jefe dice que lo manejes. El paquete está en la puerta.”
Miré hacia la pantalla, con la mente totalmente en blanco. Abrí la puerta del dormitorio y al final del pasillo había una pequeña bolsa negra. Era la píldora del día después. Y un grueso montón de billetes de cien dólares. Ese era el procedimiento estándar para pagarle a una prostituta.
Tomé la bolsa, mientras mis dedos temblaban. La noche anterior, me había abrazado y prometido que él se encargaría de todo. Él dijo: —Viviana, tú solo preocúpate de protegerte. Deja que yo, que soy el hombre, me ocupe del resto.
En ese momento, "ocuparse del resto" no era más que un frío mensaje de su segundo al mando.
Él ni siquiera podía mirarme a la cara.
Entré al baño y rasgué la caja. Tenía una pequeña pastilla blanca en la palma de mi mano. Lo que había confundido con cuidado tierno era solo rutina.
Arrojé la píldora y el dinero al inodoro, para luego jalar la cadena.
Todo desapareció en el remolino. Incluyendo la última ilusión que me quedaba.
De vuelta en la sala, me derrumbé sobre la alfombra persa; esa que había pasado un mes buscando para él. Igual que todo lo demás que había hecho por él.
Solo tenía dieciocho años cuando mi padre puso las finanzas de la familia Martín en mis manos.
—Viviana —me dijo—, recuerda, nuestro valor está en hacer rendir cada dólar que esta familia ha sudado por nosotros.
Lo recordé y construí el imperio financiero que pavimentó el camino al poder de Lorenzo. Cada transacción pasó por mis manos y cada número quedó grabado en mi cerebro.
Gracias a mí, Lorenzo pasó de ser un soldado a ser un “Don” con un patrimonio neto de decenas de millones.
¿Y qué hizo él? Me usó. Tanto en sus balances como en la cama.
La pantalla de mi teléfono se iluminó con una información de vuelo.
En tres días. A Los Ángeles.
Me di setenta y dos horas. Setenta y dos horas para dar un último adiós a esa ciudad y para cortar todo lazo con Lorenzo Martín.
La ciudad que nunca duerme finalmente estaba en silencio, pero para mí, la noche no terminaba nunca. Vi las luces distantes apagarse, una tras otra, igual que el calor en mi corazón, desvaneciéndose en la nada.
A partir de ese momento, yo no respondía ante nadie más que no fuera yo misma.