2. Imposible

Seis años después

Finalizaba rápidamente de escribir en mi ordenador mientras enviaba algunos correos. Hace aproximadamente dos años fui nombrada CEO del negocio familiar. Al percatarme de que mi padre seguía realizando acuerdos con Alexander, me sentí profundamente alterada. Me encontraba en un ir y venir de correos con el departamento de contratos, tratando de dar por finalizados sus servicios en mis hoteles, pero no mostraban disposición. Eran muy tercos.

Al terminar la redacción del correo, apretaba con intensidad el puente de mi nariz para reducir la tensión. La puerta de mi despacho se abrió con delicadeza, y observé de reojo a Michael, el subdirector general de mis hoteles, quien también era mi amigo más cercano.

—Por tu cara veo que no pudiste terminar los contratos todavía.

—Así es. Incluso me propusieron una reunión con Alexander, pero quiero evitarlo a toda costa. No quiero que pise un pie en mi hotel ni aunque su vida dependiera de ello.

—Por cierto, ¿qué harás esta noche? —se acercó hasta donde me encontraba y se sentó en mi escritorio.

—Para ti soy lesbiana, felizmente casada, vivo en una hermosa casa en la playa con cinco perros, ocho gatos, una iguana, un colibrí y un niño adoptado al que apodamos Nino.

—¡Whao! Dorothea, ¿por qué tanta indiferencia? —sonrió con picardía.

Lo miré de reojo con seriedad. Michael Stuart, tan pícaro como enamoradizo. Era conocido por ser un auténtico seductor. Debido a su comportamiento, me vi obligada a despedir a cuatro trabajadoras, dos clientas protagonizaron una pelea y, la semana pasada, cinco de sus exparejas le arrojaron pintura al coche… todas en días diferentes. Su boca parecía estar hechizada; todas caían rendidas ante su encanto. Sin embargo, yo lo mantenía solo como amigo.

—No quiero problemas con alguna exnovia loca. Además, tengo que cuidar a Alejandro y Anastasia.

—Siendo un gran tío, tengo el potencial para ser un padre excepcional —dijo con su sonrisa traviesa—. De esa manera, tú también podrías llamarme “papi”.

Al mirarme fijamente, notó que su broma no me causaba gracia. Observé cómo su rostro se tensó antes de esbozar una sonrisa sutil.

—No me engañes, Dorothea. Estás actuando así por Daniel —intentó acercarse, pero lo evité con una mano y con la otra le di un golpe en la cabeza.

—No, Daniel y yo no somos nada.

—¿De verdad? Cada vez que viene, trae obsequios increíblemente costosos, vinos espectaculares y collares de diamantes valorados en doscientos mil dólares, que tú rechazaste —su tono reflejaba duda—. Llegó en su helicóptero solo para regalarte un vestido de más de diez mil dólares y unos zapatos, simplemente porque quería salir contigo. —Sus ojos color cielo me examinaron detenidamente—. ¿De verdad no significan nada? —preguntó con total curiosidad.

—No somos nada, ya te dije —repliqué con incomodidad—. Ya lo he rechazado varias veces y aún sigue insistiendo.

Me levanté y caminé hacia la puerta para salir de la oficina. Le hice una señal a mi secretaria para que supiera que todo se lo debía enviar a Michael.

Tenía veintinueve años y mi vida giraba en torno a mi trabajo y mis dos hijos. Una mujer empoderada, decían muchos. Para mí, solo era una madre. No me interesaban los hombres. Además, al ser una de las CEO hoteleras más importantes, muchos huían cuando se enteraban de que era madre soltera. Algunos locos intentaron cortejarme, pero descubrí que solo querían asociarse a mi apellido… o simplemente acostarse conmigo.

Daniel era diferente. Al principio logró captar mi interés. Sin embargo, cada vez que intentaba establecer una conexión emocional… Alexander ocupaba mis pensamientos.

Lo odiaba.

Lo detestaba.

Y, aun así, me alejaba de Daniel. Aunque esa noche, decidí ignorar mis alarmas internas y aceptar una cita con él.

¿Extrañaba a Alexander?

No.

Pero el recuerdo de lo que tuvimos vivía en los ojos de mis hijos. Me recordaban tanto a él… Tras mucho tiempo, logré aceptar que esos ojos color miel representaban el final de un romance que no prosperó. Un amor que dolía, uno en el que siempre hubo distancia. Nada más que eso.

Michael me había invitado a tomar un café de la tienda de enfrente antes de irme. A pesar de ser un promiscuo, era un buen amigo. Al salir, noté unos reflejos dorados en una cabellera, unos ojos negros como el petróleo, una sonrisa encantadora que parecía fingida.

—Querida, ya saliste de tu turno.

Intenté buscar a Michael con la mirada, pero ya había huido para dejarnos solos.

Daniel llevaba unas hermosas orquídeas de tantos colores que resultaban impresionantes. Aunque quise llevar las cosas con calma, mi padre me había sugerido darle una oportunidad.

—Daniel, están hermosas.

—Hermosas, como la mujer que las recibe. Entonces, ¿lista para salir?

—No, estoy un poco ocupada. Te veré esta noche, como acordamos.

—Bien. ¿Quieres que pase por ti?

—No, te veré en el restaurante.

Aunque aceptó, pude ver en sus ojos una ira contenida. Sus labios lo delataban, su barbilla se endurecía… pero simplemente me alejé tras tomar las flores y dirigirme a mi auto.

Daniel parecía un buen hombre: detallista, comunicativo y extremadamente gracioso. Lo único que le faltaba era esa conexión… como la que tuve con Alexander. Esa chispa instantánea que me paralizó, que me ancló al suelo mientras todo a nuestro alrededor temblaba.

Ese día iría a buscar a mis hijos a la escuela para luego llevarlos al centro comercial, pues tendrían una actividad escolar. Al estar frente a la puerta, la primera en abrazarme fue Anastasia, mi pequeña y sentimental florecita.

—¿Cómo te fue hoy, mi niña?

Anastasia me miró a los ojos, sonriendo levemente sin decir nada. Me agaché y acaricié su cabello con ternura, notando su lazo. Mi hija no hablaba… al menos, no con muchas personas. La llevé al hospital, temiendo que algo anduviera mal, y descubrimos que sufría de mutismo selectivo. Solo hablaba si Alejandro estaba con ella o si estaba con mi padre… las únicas figuras masculinas de su familia. Hablaba poco y tan suavemente que apenas se le escuchaba.

—Imagino que te fue bien, ¿no, princesa?

Asintió con su cabecita, regalándome una sonrisa. Mientras le acariciaba la mejilla, Alejandro llegó corriendo con su energía desbordante.

—¡Mami, te he extrañado!

Seguía acariciando a Anastasia mientras Alejandro giraba a mi alrededor con su habitual entusiasmo.

—Yo también los he extrañado. Vamos a comprar lo que necesitan para su actividad.

Pasamos un día tranquilo, comprando algunos accesorios. Al parecer, tendrían que disfrazarse de sus profesiones favoritas. Entre sus juegos y mis regaños para que se comportaran, logramos conseguir lo necesario.

—¡Mami! ¡Y si vamos al parque de diversiones! —chillaba emocionado Alejandro.

—Hoy no, mi amor. Lo dejaremos para más tarde —le respondí con ternura, ayudándole con el cinturón de seguridad en el coche.

Y entonces, una fuerza magnética me hizo alzar la vista. Allí, en la parte posterior de un vehículo, estaba Alexander. El tiempo se detuvo. El hombre alzó la mirada, y sentí la electricidad resonar en el aire…

Lo odié.

El tiempo se congeló y luego volvió a fluir. Esa energía se desvaneció con él. Intenté convencerme de que todo era un invento de mi mente.

La tarde transcurrió con normalidad. Esa noche decidí ponerme mi vestido más llamativo para la cita. Quería darle una oportunidad a Daniel. Decían que el amor se construía, y aunque lo que sentía por él era apenas una amistad, creía que con el tiempo podría desarrollar algo más. Me despedí de mi padre y me encontré con Daniel frente al restaurante. Él besó suavemente mi mano y sonrió con delicadeza.

—Dorothea, estás hermosa hoy.

—Me alegra que pienses eso. Me he esforzado mucho.

—No tienes que esforzarte, Dorothea. Eres preciosa tal como eres —su tono era seductor, y sus ojos prometían hacerme delirar si se lo permitía.

Una leve sonrisa flotó en mi rostro. Aunque no lo admitiera, adoraba sus halagos. Con delicadeza, tomó mi mano para guiarme hacia la entrada. Pero sentí un escalofrío, como si presintiera una tormenta. Giré ligeramente la cabeza y vi a un hombre de unos sesenta años que me resultó conocido. Ese semblante relajado, esas cejas pobladas, esa nariz refinada… Juraría que se parecía a Pierre, el chofer de Alexander. Lo descarté. Era imposible que estuviera allí. Alexander estaba a horas de distancia… ¿no?

Un restaurante lujoso, opulento. Mientras compartía la mesa con Daniel, la charla fluía… hasta que un escalofrío me recorrió. Un suave aroma a perfume llenó el ambiente. Ese olor a madera mezclado con cítricos, tan característico de él. Lo reconocería a kilómetros: Alexander mandó a personalizarlo.

Obligué a mi mente a creer que estaba loca, que era el cansancio, el estrés, el exceso de trabajo. Pero al alzar la vista, encontré unos ojos furiosos fijos en mí. Ojos color miel repletos de ira y caos. Ojos que parecían dispuestos a asfixiarme.

—¿Dorothea?

—¿Sí?

—¿Estás bien?

—Sí… todo bien. Iré al baño.

Me levanté enseguida, huyendo como el diablo a la cruz. Alexander, a pesar de venir de una familia muy educada, era extremadamente posesivo. Recordé cómo, en una ocasión, un pretendiente mío quebró su empresa por celos de Alexander. Él era de esos hombres que no necesitaban hablar para mostrar su enojo; se le escapaba por los poros.

Era imposible. Simplemente… no podía ser.

En el baño, me lavé la cara intentando borrar su imagen de mi mente. El portón del baño se cerró con un estruendoso chirrido. Al alzar la vista… ahí estaba. Alexander.

Él había cerrado la puerta.

Sus ojos brillaban intensamente, escudriñándome con furia contenida.

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