El silencio entre ellos fue tan denso que ni el vaivén del mar logró diluirlo.
—Nunca supe cómo regresar —dijo Kilian, al borde del colapso. Porque regresar significaba mirar de frente todo el daño que había causado, y temía que sus ojos no pudieran soportarlo. Había tenido miedo, no solo del juicio ajeno, sino del suyo propio.
—No querías regresar. No me tomes por estúpida —espetó Céline.
Se dieron un largo segundo más. Uno que contenía años de preguntas sin respuesta.
Y entonces, él dio un paso al frente.
—Puedo explicarte...
Pero ella retrocedió, con los ojos llameando de rabia contenida.
—Yo no vine por tus explicaciones. Vine por mí. Para mirar al hombre que me rompió… y asegurarme de que ya no me puede romper más.
Y añadió, con la voz temblando, pero firme:
—A quien tendrás que explicarle —si es que te queda algo de valor— es a tus hijos, que todavía te lloran... y a tu madre, que sigue esperando entender por qué su hijo prefirió enterrarse vivo antes que enfr