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Agnes permanecía inmóvil, con el corazón martillándole en el pecho al darse cuenta de que Liam la había descubierto. Apretó los labios, sintiendo cómo el miedo le recorría la espina dorsal, pero decidió actuar rápido.

—No sé de qué estás hablando —dijo, fingiendo inocencia con una sonrisa forzada—. Lo que me gustaría saber es qué hace Alaia aquí, en mi casa.

Liam frunció el ceño, su mandíbula estaba marcada por la rabia contenida.

—Esta es mi casa, Agnes —le espetó, alzando la voz—. Y meto a quien me da la gana.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? —Agnes dio un paso al frente, alzando la barbilla con desafío—. Soy tu esposa, la luna de esta manada, y merezco respeto.

Una carcajada seca resonó en el salón, llena de desdén. Liam la miró con frialdad, sus ojos destellaban con una furia silenciosa.

—Exiges respeto cuando ni siquiera sabes lo que significa —replicó él, con cada palabra goteando desprecio—. Ya no voy a caer en tus mentiras ni en tus manipulaciones, Agnes. Se acabó.

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