La carta llegó antes del amanecer.No tenía sellos. No tenía remitente. Solo mi nombre en tinta negra, escrita con una precisión que me erizó la piel."Ishtar — Misión asignada. Instrucciones a las 07:00 horas en Sala 3 del Ala Este. No llegues tarde."Eso fue todo.Pensé que era una broma al principio. O una prueba más. Pero no lo era.A las 07:00 en punto, la instructora de trenza apretada —la misma que había anunciado nuestros elementos como si recitara sentencias— me esperaba junto a una mesa con un mapa extendido.—Te ganaste esto —dijo, sin mirarme, señalando un punto al sur de la ciudad—. Por tu desempeño durante las pruebas.—¿Una misión? ¿Sola?—Es una exploración. De bajo riesgo. —Levantó la mirada, midiendo mis reacciones—. Pero también es una evaluación.Me quedé en silencio. Lo supe de inmediato. No era una recompensa. Era una manera elegante de decir "vamos a ver si puedes contener lo que llevas dentro sin matar a nadie."La instructora no lo negó.—Tu elemento, el Ignis
El segundo pueblo olía a leña vieja, tierra húmeda… y secretos.Me habían enviado allí apenas dos días después de entregar el informe del primer lugar. Una misión complementaria, dijeron. “Reconocimiento de actividad anómala”, agregaron. Pero todos sabíamos lo que era en realidad: otra prueba. Otra forma de empujarme al límite y ver si podía sostener el poder del Ignis Lux sin que me consumiera.—Es pequeña —había dicho uno de los instructores—. Pero con historial inestable. Si algo surge, queremos saber si Ishtar lo puede contener... o si necesitamos contenerla a ella.Y así terminé allí. Una aldea apenas marcada en los mapas, con casas inclinadas por el viento y un campanario torcido que parecía más un nido de cuervos que un lugar de fe.No encontré mucho al principio. La gente del lugar no hablaba. O fingía no saber. Caminé todo el día entre calles estrechas, grabando cada mirada evasiva, cada gesto contenido. Algunos me miraban con recelo, otros con una sospechosa amabilidad forza
Valtherium no cambió en los días que estuve fuera, pero yo sí.El aire aún olía a metal bruñido y a incienso ceremonial. Las torres seguían recortándose contra el cielo como lanzas eternas, y el eco de pasos disciplinados aún resonaba en los pasillos de mármol pulido. Todo seguía igual. Demasiado igual.Excepto yo.Había algo distinto en cómo sentía la presión del medallón contra mi pecho, en cómo mis pasos resonaban en los pasillos. La misión me había cambiado. Aunque nadie lo supiera aún, incluso yo misma no lo entendía del todo.Me llamaron al amanecer a una sala de informes. Tres instructores, uno de ellos con una tableta y el ceño fruncido. No esperaban un “hola” ni un “me alegro de estar de vuelta”. Querían datos, detalles, respuestas.—¿Actividad anómala? —preguntó el más alto, sin levantar la vista.Asentí.—Presencia inusual de tensión ambiental. Cambios en la presión, en la percepción. Pero no se manifestaron entidades físicas.Técnicamente no era mentira.El instructor de l
La sangre tenía un olor particular cuando se secaba. Áspero. Metálico. A Ishtar le gustaba más el aroma a pan viejo, el que a veces conseguía cuando los camiones de basura pasaban tarde por el mercado. Ese olor significaba que algo era rescatable.El puño del hombre cayó cerca de su sien, y ella lo esquivó por reflejo. No oía el rugido del público. No necesitaba escucharlo. La vibración en sus pies, los rostros deformados por la euforia, y la luz rota de los focos colgando del techo le decían todo lo que necesitaba saber: querían sangre. Y ella necesitaba el dinero.Su contrincante era más alto, más fuerte. Pero lento. Ishtar giró sobre sí misma, clavó el codo en sus costillas y lo hizo caer de rodillas. No era elegante, no era bonito. Pero funcionaba. Él se levantó furioso. Ella sonrió, sabiendo que su mueca era todo lo que necesitaban los que apostaban. Una sonrisa sarcástica, casi provocadora. Eso vendía. Eso les gustaba.Dos golpes más, una llave al cuello y todo terminó. Cayó c
No sabía lo que era el silencio. Porque para mí, el mundo siempre había sido así.El ruido de la ciudad, de las personas... no eran sonidos, sino vibraciones en mi pecho, temblores en el suelo, movimientos en los labios de la gente que aprendí a leer como si fueran tinta viva. Pero nunca escuché sus voces. Nunca escuché la mía.Y aun así, nunca me había sentido tan sola como al entrar en aquella sala blanca.La luz me quemaba los ojos. El uniforme de hospital olía a frío, a cosas que no entendía. Un doctor se acercó, moviendo los labios despacio para que yo pudiera leerlos:—Todo saldrá bien. Prometido.Asentí. Porque siempre asentía, aunque la promesa sonara vacía.Lo había aceptado por ellos. Mis niños. Mi familia.Así que cerré los ojos… y me hundí en la oscuridad.Cuando desperté, sentí que algo estaba mal. Una presión extraña dentro de mi cabeza, como si todo estuviera demasiado... vivo. Me toqué los oídos, buscando el parche que recordaba antes de dormir, pero ya no estaba. Sol
Hablar era raro.Después de años en silencio, aprender a usar mi voz fue como aprender a respirar bajo el agua. Torpe. Desesperante.La foniatra —una mujer dura, de ojos cansados— me corregía una y otra vez. 'Abre bien la boca', 'no arrastres las palabras', 'no insultes tanto'. Decía que hablaba como carretonera. Y no la culpo. Crecí en la calle, no en un salón de modales y gente hipócrita.Así que, aunque ahora podía hablar, mi voz seguía sonando como quien aprendió a gritar antes de pedir permiso. Y la verdad… no pensaba cambiarlo.Mi voz era mía. Forjada entre callejones, gritos y silencios. No iba a suavizarla para nadie.El transporte negro se detuvo frente a un portón de hierro forjado. Arriba, grabado en letras antiguas y pesadas, un nombre: Valtherium.Me bajé sola, mochila al hombro, sin esperar a que alguien viniera a salvarme. El chofer apenas me dirigió una mirada antes de marcharse. Sin un "adiós". Sin un "suerte". Mejor así.Respiré hondo. El aire olía a piedra
El edificio principal de Valtherium era un monstruo de mármol y acero. Las columnas, altas y pesadas, parecían querer aplastar a quienes no fueran dignos de estar allí.Avancé por los pasillos de piedra, mis pasos resonando en el eco del lugar. No hacía falta girar la cabeza para saber que todos me miraban. Los rumores ya corrían: la nueva. La rara. La callejera.Susurraban... y yo caminaba.Al llegar a un patio amplio, donde los estudiantes entrenaban bajo un sol inclemente, me detuve. El estruendo de los golpes, las órdenes lanzadas al viento, el choque metálico de los medallones... todo me sacudía los sentidos.Me obligué a respirar. A encajar.Y entonces, una voz me alcanzó.No era gritada ni burlona. Era tranquila, educada... casi impropia para un campo de entrenamiento.—Disculpe, señorita —escuché detrás de mí.Me giré, lista para escupir una respuesta áspera.El muchacho que se acercaba no tenía nada de callejero. Era el polo opuesto a todo lo que había conocido.Cabello
Valtherium era como una bestia viva: siempre en movimiento, siempre ruidosa.Después de salir de la asignación de habitaciones, Harold —con su amabilidad de caballero medieval— se despidió con una leve reverencia, dejándome sola en un pasillo tan largo que casi parecía burlarse de mí.Resoplé. Qué hueva.Me acomodé la mochila al hombro y seguí avanzando, tratando de encontrar el dichoso pabellón de novatos, cuando escuché risas.No esas risas forzadas de salón de clases. No. Risas auténticas, de esas que suenan a desastre inminente.Y ahí estaba él.Recargado contra una columna, mochila tirada a sus pies, sonrisa de cabrón encantador dibujada en el rostro, y dos chicas riéndose de cualquier estupidez que acababa de soltar.Cabello rojo intenso, tan vibrante que parecía arder bajo el sol. Ojos verdes, claros como el jade mojado por la lluvia. Su físico era otro tema: fornido, de hombros anchos y musculatura que no intentaba ocultar. Desde el cuello, asomaba un tatuaje tribal oscur