Capítulo 6 — Ignis Lux

Hoy me siento inusualmente nerviosa.

Un poquito, al menos.

No es como si fuera a echarme a llorar o temblar como una niñita miedosa en barrio pesado. Pero sí... el estómago me da vueltas como licuadora descompuesta.

Hoy es la ceremonia donde entregan los medallones.

No soy de emocionarme fácil.

Pero esto... esto es diferente.

Esto es poder.

El salón de ceremonias de Valtherium era tan ridículamente enorme que uno podría perderse ahí dentro y no volver a salir jamás. Las paredes, altas como acantilados, estaban cubiertas de estandartes antiguos bordados con hilos de plata. El aire olía a incienso, piedra vieja... y promesas selladas con sangre.

Frente a mí, sobre un pedestal de mármol negro pulido como espejo, reposaba mi destino: un medallón.

No era grande, ni dorado, ni ostentoso.

Era sencillo. Metálico, de un color oscuro que parecía beberse la luz de las antorchas.

Y en su centro... una piedra, como una brasa dormida.

El director, imponente como una estatua viva, habló. Su voz rebotó en cada piedra, cada muro, cada rincón:

—Ishtar —anunció, su mirada clavada en mí como una sentencia—. Nuestra novata más reciente. Hoy tú, así como todos los demás, tomas en tus manos tu camino. Este medallón será parte de ti. No solo cargarás un material único en el mundo... sino también una responsabilidad. Una carga que no todos soportan.

Tragué saliva.

Ni modo.

Era ahora o nunca.

Caminé hacia el pedestal, cada paso sonando como un golpe seco contra el suelo.

Sentí todas las miradas clavadas en mí: algunas curiosas, otras expectantes... muchas esperando verme caer.

Que esperen sentados.

Extendí la mano.

En cuanto mis dedos rozaron el medallón, todo cambió.

Un latido sordo me golpeó los oídos:

Boom. Boom. Boom.

El suelo tembló bajo mis pies. El aire se volvió denso, como si una tormenta estuviera naciendo dentro de las paredes mismas.

El calor subió por mis brazos, feroz y salvaje, quemándome desde adentro.

La piedra en el centro del medallón se encendió. Primero un brillo débil... luego una llamarada, tan intensa que el mundo pareció estallar en blanco.

Grité.

Pero no de dolor.

Grité de rabia. De vida. De libertad.

La energía me atravesó como un rayo, despertando algo salvaje, algo que había estado encadenado muy dentro de mí.

Y por primera vez... ese algo abrió los ojos.

Cuando la luz cedió, me encontré de rodillas.

El medallón colgaba de mi cuello, caliente como un sol recién nacido.

Mi pecho subía y bajaba a un ritmo frenético, pero no de miedo.

De euforia.

El director sonrió.

Una sonrisa de esas que solo se permiten los que ya han visto demasiado.

—Ignis Lux —declaró con voz de trueno—.

Luz que quema. Furia que ilumina.

Ignis Lux.

No era solo fuerza.

No era solo calor.

Era fuego puro.

Una llama viva que no buscaba destruir... sino pelear. Resistir. Arder más fuerte que cualquier tormenta.

Me puse de pie, tambaleándome apenas, con la energía vibrando bajo mi piel, lista para estallar si lo deseaba.

La sala murmuraba. Susurros nerviosos flotaban en el aire:

—¿Una novata...?

—¿Ignis Lux...?

—¿Eso no era solo una leyenda?

Que hablen.

Que tiemblen.

Que se acostumbren a la idea.

Yo no vine aquí a pedir permiso.

Vine a conquistar.

Salí del centro del salón, sintiendo cada mirada pegarse a mi espalda como alfileres.

Pero no me importaba.

Que observen.

Que recuerden.

Detrás del salón, en una galería de piedra apenas iluminada, dos instructores espiaban la escena.

Uno de ellos, joven, cruzó los brazos, nervioso.

—¿Estás seguro de que es... Ignis Lux? —murmuró.

El otro, mucho más viejo, asintió, los ojos entrecerrados en una mueca grave.

—No hay duda. La frecuencia, la resonancia en el suelo, la intensidad de la luz... todo encaja.

El joven soltó el aire en un suspiro agitado.

—Creí que esa energía se había extinguido después de la última guerra.

—Lo creímos todos —contestó el viejo, su voz cargada de amargura—. Pero parece que las brasas nunca se extinguieron del todo.

El novato tragó saliva.

—¿Y si no puede controlarlo? ¿Y si la consume?

El anciano soltó una risa seca, sin humor.

—Entonces, la veremos arder.

—¿Y si puede...? —insistió el joven, en voz apenas audible.

Los ojos del viejo brillaron con una chispa sombría.

—Entonces... no habrá muro, ejército ni dios que pueda detenerla.

El eco de esas palabras quedó flotando mientras, inconsciente de las miradas que la juzgaban y temían, Ishtar se alejaba del pedestal.

La cabeza alta.

La furia latiendo bajo su piel.

Lista para encender un mundo que todavía no sabía lo mucho que estaba a punto de cambiar.

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