Capítulo 3: Ella va a ser nuestra nueva mamá

Diana había buscado al padre de su hija durante su embarazo y unos meses después de que su hija naciera.

Lo buscó porque la vida se le había caído a pedazos y su pequeña no tenía la culpa de nada.

Lo continuó buscando cuando el dinero se le había acabado y no le daban trabajo en ningún lugar.

Y se rindió en su búsqueda cuando tuvo que dejar de ser Diana Miller, la educada, adinerada y glamourosa hija de Albert Miller, para convertirse en Cherry, la conejita.

La mujer que bailaba cada noche en un club de mala muerte y dejaba que los hombres metieran billetes en su ropa interior.

Los primeros meses lloraba hasta caer rendida al sueño cuando llegaba a casa, pero gracias a ese trabajo pagaba las cuentas, a su casera para que le hiciera de niñera y su hija y ella no morían de hambre.

Con el tiempo dejó de llorar, de sentir y de creer, se adaptó y dejó de buscar al padre de su hija para que la ayudara y decidió salir adelante por sí misma.

Ahora se encontraba caminando detrás del «señor guapo», dirigiéndose a su oficina y rogando en su mente para que le diera el trabajo.

—Pasa y ponte cómoda —le dijo él con toda la naturalidad del mundo y nada afectado por su presencia.

Ella, por el contrario, parecía un flan colocado en las vías de un tren dos segundos antes de que el ferrocarril lo arrollara.

Diana se sentó en la silla, cruzó las piernas, las descruzó, las volvió a cruzar, se frotó los muslos, los brazos, se pellizcó el puente de la nariz… Hasta que descubrió al señor guapo mirándola con curiosidad.

Carraspeó para disimular y aferró sus manos en el reposabrazos para quedarse quieta.

Sentía la mirada del hombre, estudiándola y el silencio en la oficina se sentía tan cargado que la puso aún más nerviosa.

Diana y los nervios eran una combinación explosiva. Comenzaba a hablar sin parar y rara vez lograba pronunciar algo coherente.

—Quién diría que nos volveríamos a encontrar, después de tanto tiempo, señor guapo. —Volvió a frotarse las manos porque no lograba quedarse quieta y continuó al ver que él no decía nada—. Se ve muy bien con ropa, quiero decir… Con esa ropa. No es que se vea mal sin ella. No, se ve muy bien cuando se la quita. Lo que quiero decir es…

—Señorita de una noche —la interrumpió él intentando ocultar la mueca de una sonrisa—. Lo primero será aclarar que mi nombre no es «señor guapo», mi nombre es…

—¡Oh, por supuesto! ¿Quién en su sano juicio le pondría señor guapo a su hijo como nombre? Se puede imaginar, después crece y en lugar de guapo es feíto… Mi hija se llama Victoria. —Diana sabía que era momento de callarse, de dejar de interrumpir, pero estaba poseída por algún ente hablador que la obligaba a decir estupideces una y otra vez.

—Es un nombre precioso, como su hija —dijo él—. ¿Cómo lo logró?

—¿Cómo lo logré? Bueno, ya sabe, el papá pone una semillita en la mamá, después le crece el vientre y se termina gritando: «Victoria» en el hospital tras veinte horas de un parto horroroso. —Él la evaluó y Diana estaba viendo la decepción en su mirada.

Ese hombre esperaba algo de ella, no sabía qué, pero esperaba algo que ella parecía no poder darle. Sabía que lo estaba estropeando mucho y que si no conseguía ese trabajo tendría que volver a club, pero nunca fue buena bajo presión.

Y ver al padre de su hija después de cinco años era demasiado para ella.

—Creo que estás muy nerviosa —murmuró el señor guapo al fin y ella expulsó el aire que tenía retenido.

—Mucho, muchísimo, estoy tan nerviosa que, si no fuera porque necesito este trabajo, estaría corriendo en dirección contraria. —Diana de nuevo cruzó sus piernas y se percató de la forma en que él dirigió su vista hacia ese movimiento—. Mi nombre es Diana Cooper —se presentó usando el apellido de soltera de su madre para que nadie pudiera relacionarla con su familia.

»Tengo una ingeniería en ciencias de la administración, pero nunca ejercí. Como ve mi capacidad oratoria es buena, me cuesta dejar de hablar, y antes de que me diga que estoy demasiado preparada para el puesto… No me importa comenzar de rodillas.

Lo vio abrir los ojos de forma desmesurada y ponerse de pie.

—Señorita Cooper, que pasáramos una noche juntos hace mucho tiempo, no significa que pueda ofrecerse de esa forma. Lo siento, no es lo que estoy buscando para el puesto.

—¡Me refería a comenzar en un puesto inferior! Desde abajo. ¡¿Por quién me ha tomado?! —Diana se frotó la frente intentando acomodar las ideas. Necesitaba el trabajo y solo por eso le daría una explicación—. No tengo ningún interés en usted ni en ningún hombre, solo en el puesto de trabajo.

De pronto, cuando ya iba a levantarse y marcharse de allí, la puerta de la oficina se abrió y dos niños entraron dando gritos.

—¡Mira, papá, lo he montado yo solo! —El pequeño miró a su padre, pero le colocó a ella una tabla sobre las piernas donde había un rompecabezas.

—No mientas, te ayudó Victoria. ¿Es su hija? —le preguntó el mayor de ellos.

—Sí, es mi hija —dijo ella con una sonrisa y muy orgullosa de su pequeña—. Le encanta hacerlos, puede estar todo el día con ellos.

—Es muy lista y guapa como tú. ¿Verdad que es muy guapa, papá? —Diana miró con cariño al pequeño y le acarició la mejilla.

—¡Oh, en serio! Qué muchachitos tan caballerosos, ¿me acompañan a buscar a Victoria? Ya debemos irnos.

—¡Noooo! —se quejó el mayor y la agarró de la mano—. Un ratito más.

En ese momento entró Victoria, llevaba en el cabello una tiara de juguete y la miraba con los ojos brillantes de ilusión.

—Mira, mami, me la regaló Nathan. —Señaló a la tiara—. Y dice que me van a enseñar a montar a caballo. Me contó que en su casa hay mucho espacio y tienen una casa en un árbol y que podré jugar con ellos y con los perros cuando vayamos a vivir allí.

Diana miró a los niños y a su hija, aturdida, y se dispuso a aclarar el malentendido.

—Victoria, cariño, quizá un día podamos ir de visita —dijo intentando no desilusionarlos, los tres parecían esperar con expectación su respuesta—, pero nosotras tenemos nuestra casa…

—Pero ellos dicen que te vas a casar con su papá, que serás su nueva mamá y que yo seré su nueva hermanita —pronunció su hija con ingenuidad—. Me gustaría tener hermanos y un papá. El hada no me dio uno.

Diana se levantó del asiento, no quiso mirar al padre de esos niños porque en ese momento se sentía confusa y asustada.

No había duda de que la sangre llamaba, y aquellos niños habían sabido reconocer la verdad.

Aquel hombre era el padre de su hija y el de esos dos pequeños. Eran hermanos.

Le rompía el corazón tener que llevarse a Victoria de allí y no decir la verdad, pero ese hombre era el CEO de esa empresa.

Por su padre y por su exmarido sabía bien que poco les importaba a los hombres poderosos los sentimientos cuando se trataba de conseguir algo.

Si se enteraba de que Victoria era su hija y sabía la forma en que vivía, no dudaría en quitársela.

Nadie le robaría a su pequeña, era su razón de estar viva.

—Creo que están confundidos, quizá me parezco a la novia de su papá… Pero yo no voy a casarme. —Diana tomó de la mano a su hija y los dos pequeños se le abrazaron a la cintura.

—Pero Victoria dice que eres una buena mamá, que le cuentas historias de duendes y de cosas mágicas. Y que dónde viven hay una bruja malvada que las quiere echar a la calle.

—¡Sí! Es verdad, nos lo contó y también que anoche lanzó un hechizo que las dejó a oscuras y tuvieron que protegerse de su magia con velas.

—Tierra trágame —susurró para sí misma, pero todo no había acabado ahí.

—Nathan, Gabriel, ¿por qué no llevan a Victoria a la sala de juegos? Tengo que hablar a solas con vuestra nueva mamá.

 

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