La habitación estaba sumida en penumbras cuando Sofía abrió los ojos. Su cabeza palpitaba con un dolor sordo, y por un momento, no pudo recordar cómo había llegado allí. Al sentarse en la cama, un escalofrío recorrió su espalda al notar la frialdad del lugar.
Miró a su alrededor, intentando ubicarse. Era un cuarto pequeño, con paredes de cemento desnudo y un mobiliario escaso: una cama de hierro y una mesita desgastada. No había ventanas, solo una puerta de madera que parecía maciza y cerrada con llave.
Su mente comenzó a reconstruir los fragmentos del caos anterior. Recordó a sus hermanos atados, los gritos desesperados de Carla, el rostro de Pablo lleno de miedo. Su corazón comenzó a latir con fuerza.
—¿Dónde estoy? —susurró para sí misma mientras se levantaba de la cama.
Caminó hacia la puerta y probó el pomo, pero estaba cerrada. Golpeó la madera con sus puños.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¡Déjenme salir! —gritó, pero solo el eco de su voz respondió.
La desesperación comenzó a apoder