En su huida de la oficina, Roger se encontró con la que al parecer era su nueva asistente.
Decía al parecer porque apenas llevaba dos semanas trabajando para él y la muchacha se esforzaba, pero él solo tenía quejas y más quejas.
Ninguna asistente le había durado.
Y todo por culpa de su esposa.
Esa arpía embustera y mentirosa que lo había aniquilado y no solo en lo referente a otras mujeres, también había dejado el listón muy alto para sus asistentes.
Las despedía una tras otra, sin parar, porque ninguna era ella.
Cada vez que veía a una mujer diferente entrar a su oficina la recordaba y el dolor que sentía era tan intenso que se enfurecía y las enviaba a por finiquito.
Miró a la extraña mujercilla que se había plantado frente a él con una taza de café humeante en las manos.
Tenía unas enormes gafas que le ocupaban la mitad del rostro y que ocultaban unos bonitos ojos verdes.
Los ojos de su Elizabeth eran extraños, tenían motitas de color dorado y se les aclaraban con la luz.
No había