A mis pies, sobre una manta suave extendida en la alfombra, mis dos pequeños milagros de seis meses exploraban su mundo a gatas.
Kalani y Astrid. Dos caritas idénticas que me robaban el aliento cada vez que las miraba. Llevaban seis meses con nosotros y todavía me costaba creer que fueran reales. Habían heredado los ojos de su padre, ese gris tormentoso y penetrante que en ellas parecía el cielo antes del amanecer. Su cabello, un castaño tan oscuro que casi parecía negro bajo cierta luz, era una herencia directa de Alexander, aunque yo sabía que con el tiempo se aclararía un poco, como el suyo. Eran dos versiones diminutas y perfectas de él, y sin embargo, cada una mostraba ya una chispa de personalidad única.
Kalani, la que tenía el lunar cerca de la oreja derecha, era mi pequeña sensible. Un suspiro un poco más fuerte o un ruido inesperado, y su labio inferior empezaba a temblar, preparando el terreno para unos llantos desconsolados que solo se calmaban en brazos. En ese momento, J