Khloe
A veces prefiero quedarme callada. Porque cuando hablo, lo hago para matar. Digo las cosas como las pienso, sin filtros ni disfraces. Tal vez por eso no tengo amigos. O quizás… porque trabajo en un prostíbulo.
A nadie le suena bien este trabajo. Lo sé. Pero para mí, ser la reina de este infierno es un privilegio. Aquí nadie me arrebata el trono. Soy la más cotizada. Y si lo soy, es porque sé cómo hacer mi trabajo… y lo hago jodidamente bien.
Al principio no es fácil. Es como entrar a prisión: eres “la nueva”, la carne fresca. Pero con el tiempo te curtes. Te acostumbras. Te hartas, aprendes, y empiezas a hacerte respetar entre todas estas putas.
Reglas del club:
Nunca reveles tu nombre real.
Jamás compartas tu número personal.
Mientras más factures, más gana la empresa.
Prohibido enamorarse de un cliente.
El sexo oral está vetado… a menos que paguen lo suficiente.
Usa condones y mantente al día con el ginecólogo.
Las drogas son para los clientes. Tú no abuses. (No nos hacemos responsables de lo que pase).
Todo obsequio debe pasar primero por el club; ellos lo enviarán a tu casa.
No hables de tu vida privada.
Si algún día quieres salir, pagarás caro. Muy caro.
Y la más importante: nunca rompas las reglas. Estás jugando con tu vida.
Me miro en el espejo mientras desenredo mi cabello. Lencería negra. Tacones que parecen haber sido diseñados en el infierno. Luces apagadas, rostro encendido.
—¿Lista? Hoy te llamas Rosa. Tenemos un cliente nuevo. Y cuando digo nuevo, me refiero a que viene con el bolsillo lleno. Ya sabes… recuerda que eres mi favorita —dice Dori, mi jefe, mi sombra. Una mujer atrapada en un cuerpo de hombre, con alma de maestra y garras de cazadora.
No le contesto. Camino hacia el escenario.
La música comienza. Sensual, densa. Me dejo llevar. Bailo como si nadie me viera, aunque todos me están mirando. Los billetes vuelan como mariposas verdes. Entre el humo y las luces estroboscópicas, lo distingo: el cliente nuevo. Hombre blanco, pómulos definidos, rizos cuidados. Traje caro, cuerpo prometedor.
Termino mi rutina y voy hacia él. Está sentado, copa de whisky en mano.
—Me llamo Maicol. ¿Cuál es tu nombre? —pregunta, con una voz tan suave como segura.
—Rosa —respondo, acomodándome sobre sus piernas.
—Eres hermosa.
Una frase que ya he oído mil veces. Pero en él suena… torpe. Casi sincera. Este tipo claramente no ha pisado un lugar como este antes.
A unos metros, como siempre, está Joel. Narco de alto calibre. Rey de las drogas —aunque jura no tocarlas. Cliente fijo. Generoso. Peligroso. Me llama con un gesto de su dedo tatuado y esa mirada de asesino que no necesita palabras.
—Maicol, si necesitas algo… me llamas —le digo, deslizándome de sus piernas.
Camino hacia Joel. Piel morena, músculos marcados de prisión, tinta por todo el cuerpo. Me siento sobre él y saca un fajo de billetes, colocándolos sin vergüenza en mi escote.
—Tú dime cuándo nos vamos. ¿Y hoy, cómo te llamas? —me pregunta, olfateando mi cuello.
—Rosa —respondo, sacando los billetes. Humedezco el dedo y los cuento. La suma me convence. Está decidido: hoy me "prueba".
Le tomo la mano y lo guío hacia la salida.
Al pasar junto a Maicol, él me sujeta la mano.
—Espero volver a verte —dice, intentando sonar seductor.
Lo miro, muerdo mi labio, y dejo que se asome mi parte más perversa.
—Busca otra, cabrón. Esta es mía —gruñe Joel, dándome una nalgada que me crispa.
—Vámonos —respondo, con la voz justa para ocultar el fastidio.
Subimos a su auto. Mismo motel de siempre. Apenas cierra la puerta, se lanza sobre mí como bestia hambrienta, besándome el cuello con ansiedad.
—¿Por qué no tomamos algo antes, como siempre? —le susurro, apartándolo suavemente.
—Anda, tráeme lo de siempre —dice, tumbándose en la cama como si me diera una orden.
En la cocinita del motel, sirvo dos vasos de alcohol. Dejo mi marca de lápiz labial en el borde del mío. Del sostén saco una pastilla, la disuelvo en el suyo. Mezclo con el dedo. Regreso. Me siento en sus piernas y le paso el vaso. Él lo bebe de un trago, como si fuera agua.
A partir de aquí, todo se vuelve mecánico. Mi cuerpo actúa. Movimientos estudiados, gemidos falsos, caricias sin alma. Este cerdo sigue creyendo que me tiene. En pocos minutos, cae rendido. Ronca como un bebé.
Le doy un par de palmadas en la cara. No se inmuta. Con el lápiz labial le marco el pecho. Lo araño, humedezco las sábanas. Quiero que crea que fue una noche salvaje.
Enciendo un cigarrillo y salgo.
Paso por el club. Le entrego el dinero a Dori.
—Lo tienes loco. Cada vez deja más billetes —dice con una sonrisa torcida.
—Dame lo mío —le exijo, sin rodeos.
—Aquí tienes, leona. Tu parte, más las propinas del baile.
Recojo mi dinero y salgo rumbo al auto.
Antes de arrancar, aparece Maicol. Nervioso. Como un cachorro perdido en la selva.
—Perdona, soy nuevo en esto. ¿Cómo se supone que funciona?
Bajo el cristal y le respondo sin titubear:
—Mientras más dinero, mejores servicios. Espero volver a verte, Maicol.
Aceleré sin mirar atrás. Lo dejé parado, con la palabra temblándole en los labios.
Al llegar a casa, mi gatita dormita sobre el sofá. Su cuerpecito sube y baja con la respiración, ajena al caos que arrastro.
Me despojo del maquillaje, de la ropa, de los restos de la noche. En la ducha me froto con fuerza, como si el agua pudiera borrar lo que soy. Al menos por unos segundos quiero sentirme otra. Aunque sé que esa ilusión nunca dura demasiado.