Valena
El verano parecía eterno en Isla Zafiro. Aunque oficialmente había terminado, el calor persistía como una presencia constante. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor, pero Valena ya se había acostumbrado a esa sofocante rutina. A veces pasaba horas sumergida en la gran tina de mármol de su baño, buscando que su cuerpo encontrara alivio en el agua fresca. Esa tarde, estaba de pie junto al balcón de su habitación, contemplando las olas del mar mecerse suavemente bajo un cielo teñido por el atardecer. Las gaviotas volaban y graznaban a lo lejos, y el sol descendía lentamente hasta fundirse con el horizonte. Su largo cabello rojizo se agitaba con la brisa marina mientras, detrás de ella, la voz de su hermano resonaba con fuerza. Valena Brathen era hermosa. De una belleza que rozaba lo irreal. Era idéntica a su madre: piel blanca como el papel, ojos encendidos como brasas, mejillas que se sonrojaban sin razón aparente, labios gruesos de tono coral, nariz fina, pestañas largas y oscuras. Su rostro tenía la inocencia de un ángel y la forma de su cuerpo ya había alcanzado su plenitud. Curvas delicadas pero pronunciadas, silueta delgada y grácil. Era el tipo de mujer que atraía miradas sin proponérselo, mezcla de sensualidad innata e ingenuidad manifiesta. —El rey Brook cree que los Brathen estamos muertos —decía Rendly, caminando de un lado a otro en la habitación. Sus botas resonaban sobre el suelo de piedra—. Cree que nuestro linaje se extinguió. Valena apenas lo escuchaba. Ya había oído ese discurso muchas veces, y cada palabra repetida le pesaba más que la anterior. Su hermano hablaba con obsesión, siempre con el mismo tema: el trono perdido. Rendly Brathen era alto, delgado, con el mismo cabello rojizo que su hermana, peinado hacia atrás, aunque algunos mechones caían desordenadamente sobre su frente. Sus ojos grises, fríos e implacables, contrastaban con su juventud. Llevaba puesto un traje de cuero desgastado, marrón oscuro, y una espada colgaba de su cinturón con familiaridad peligrosa. —Mataron a los leones —continuó con voz solemne—, pero los cachorros sobrevivieron. Y yo... les quitaré el trono que nos pertenece, hermanita. Se detuvo frente a Valena. Ella tragó con suavidad, bajó la mirada un instante y luego se atrevió a preguntarle: —¿Cómo lo harás? Rendly levantó la mano y le sostuvo el mentón, obligándola a mirarlo a los ojos. —Usándote a ti —respondió sin titubeos. Valena frunció el ceño. —¿Qué quieres decir? Él bajó la mano con lentitud, pero su tono siguió siendo glacial. —Te venderé y te comprometeré, Valena. Cuando cumplas dieciocho años —sonrió, como si fuera una broma que solo él comprendiera—. Ya tengo a tu candidato. Es mayor que tú, sí… pero me dará todo lo que deseo. —¡Soy tu hermana! —sollozó Valena, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Cómo puedes hacerme esto? —Simplemente lo haré —respondió, indiferente. —¡No quiero, Rend! —exclamó, negando con desesperación. —Así es la vida. Ese hombre necesita una reina, una virgen que le dé herederos. Y tú me darás un ejército y oro a cambio —afirmó sin emoción. —¡Rendly, por favor, no! —gritó, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas sonrojadas. Él rió, una carcajada fría, de dientes apretados. —Entonces reza para que no vuelvas a sangrar y que nunca cumplas dieciocho. Valena sollozó, mirando los ojos grises de su hermano. —Ya eres una mujer, Vale. Y ese es el destino de todas. Dar hijos. Nada más importa. Ve a ducharte, ya es tarde. Cenaremos pronto. Sin decir una palabra más, Rendly salió de la habitación, cerrando la puerta de madera tras de sí. Valena volvió su mirada al mar, justo a tiempo para ver cómo el sol se hundía en el agua. Las lágrimas seguían cayendo. Conocía los planes de su hermano para recuperar el reino de su padre, pero jamás imaginó que su rol en esa ambición sería tan cruel. Y sin embargo, lo creía. Rendly era su hermano, pero también era despiadado y autoritario. Recordaba con amargura el día que supo que él había matado a la mujer que los crió. Valena la había amado profundamente, pero Rendly justificó su crimen acusándola de traición. Para él, todo era un medio para alcanzar un fin. Con el alma hecha pedazos, Valena salió de su habitación. Caminó por los pasillos de piedra iluminados por candelabros cuyos fuegos danzaban sobre las paredes. Se dirigió al baño, donde su dama de compañía la esperaba con la tina ya llena de agua fresca. Wylla, una joven de veinte años, de piel clara y ojos color café, estaba de pie junto a la tina. Su largo cabello negro azabache caía sobre un vestido de lino marrón. Al verla, sonrió con dulzura. —Princesa, ya está todo listo —anunció. —Gracias, Wylla —respondió Valena con una sonrisa triste. —¿Está bien? —preguntó la doncella con preocupación. Sabía que los ojos enrojecidos de la joven no eran producto del calor. Valena no respondió. En cambio, rompió en llanto y corrió a abrazarla. —Mi hermano quiere venderme, Wylla —susurró entre sollozos. La doncella, paralizada por la confesión, sintió el cuerpo de Valena temblar contra el suyo. —¿Qué…? —susurró, sin poder creerlo. Valena se apartó y la miró fijamente, con los ojos llenos de desesperación. —¡Por favor, no dejes que lo haga! —rogó, mientras se limpiaba el rostro con la manga. —Sabes que él no me escuchará —murmuró Wylla, apenada. —No quiero irme. No quiero estar con ese hombre. Sé lo que hará… tocará mi cuerpo, me obligará a tener hijos… Wylla la escuchaba en silencio, viendo cómo el miedo y la tristeza se reflejaban en cada lágrima que caía por el rostro de Valena. Entonces, la joven la sujetó por los hombros, suplicante. —Ayúdame a escapar… por favor —pidió en voz baja—. Quiero escapar. Pero Wylla retrocedió de inmediato, horrorizada por la idea —No puedo, princesa. Su hermano me mataría… —Por favor —insistió Valena, entre lágrimas. —Lo lamento —dijo la joven, y sin añadir una palabra más, salió del baño con pasos apresurados. Valena cayó de rodillas en el suelo de piedra. Sollozando con fuerza, se abrazó a sí misma, meciéndose hacia adelante y atrás. Rezaba, rogando a los dioses que, si ese era su destino, la matara antes de que se cumpliera. No quería ser vendida. No quería ser tocada ni violada por un hombre desconocido. Y así, entre lágrimas y miedo, se quedó dormida, acurrucada en el suelo frío del baño.