Cuando las sirvientas escucharon la voz consternada de Luna, casi que se les encogió el corazón, temiendo que los dos volvieran a discutir. Cada vez que discutían, Luna se enojaba tanto que ni siquiera podía comer, terminando por arrojar todos los cubiertos al suelo y subía furiosa a su recámara sin probar bocado. Andrés siempre intentaba calmarla, pero nada funcionaba cuando ella estaba así de molesta.
Sin embargo, Andrés había aprendido cómo manejar este tipo de situaciones: durante las comidas, simplemente se quedaba callado mientras Luna lo regañaba. Solo cuando ella lograba desahogarse y se calmaba por completo, podían terminar la comida tranquilamente.
Pero en ese momento, Luna siguió hablando sin parar, Andrés ni siquiera le prestaba atención, comiendo con calma y leyendo muy entretenido el periódico financiero. Mientras leía, no olvidaba servirle a Luna algunos alimentos.
Ella miraba con enojo el anillo en el dedo anular de Andrés y le gritó furiosa:
—¡Andrés, te estoy hablando