MILENA
Todavía sentía el cuerpo tenso, como si un puño invisible me apretara el pecho, esa señora me había descompuesto completamente. ¿Quién se creía para venir a cuestionar mi forma de trabajar, como si yo necesitara sus indicaciones autoritarias? Me ardía la sangre solo de recordarlo. Su actitud déspota, su tono arrogante… me daban ganas de jalarle las greñas ahí mismo.
Y, sin embargo, lo que más me desconcertó fue la sensación que me dejó su presencia. No era miedo, no. Era otra cosa… un escalofrío que me recorrió la espalda como si mi cuerpo supiera algo que yo no. Un tipo de advertencia que no entendía pero que tampoco podía ignorar.
Estaba tan atrapada en mis pensamientos que ni siquiera escuché a los niños hablarme. Me estaban contando sobre las flores favoritas de su madre, sobre colores, recuerdos... algo más dijeron, pero no lo registré. Mi mente estaba atrapada en esa discusión absurda y en esa mirada de hielo que me había lanzado la mujer.
—Hola, Milena… ¿podés bajar de d