Capítulo 3: Chloë

Las chicas se están divirtiendo de lo lindo, ríen, cantan, bailan y se lo pasan de fábula.

En cambio yo, tengo la cabeza en otra parte, o en otra persona más bien.

En Jared Levy.

Su súplica casi me hace recaer, por un momento he dudado, y he pensado seriamente en irme con él.

Pero después he recapacitado, y me he dicho que no era buena idea.

Aunque sigue sin parecerme una buena idea.

¿Entonces, por qué no puedo dejar de pensar en él?

Y en su boca, en sus ojos suplicantes, en sus manos anhelantes, y en su manera tan hipnotizante de hacerme dudar de mi determinación.

Me prometí a mí misma no romper las reglas.

Unas reglas que yo me auto-impuse, y que podría romper en cualquier momento, si quisiera.

Pero no, de ahí mi determinación en no saltármelas.

Pero, ¿por qué no?

Una sola no me matará, ¿no?

—Chloë —me llama Susan despertándome de mis cavilaciones—. Estás muy apagada, ¿que no te encuentras bien?

—Sí, es solo que ya empiezo a estar cansada.

—Una copita, y verás que pronto espabilas —dice Sylvia.

—No, gracias.

—Que aburrida eres —se burla—. Pues más para nosotras.

Se va tambaleándose, y se reúne junto a las otras chicas que están tan achispadas como ella.

—No le hagas caso, Sylvia nunca sabe cuándo callarse.

—No pasa nada, no tiene importancia —le contesto para tranquilizarla.

—Entonces, ¿quieres que te pida un taxi?

—Sí, si no te importa.

—Claro que no. Además, en este club hacen eso por todos sus clientes, para cuando van algo piripis y para que no tengan que conducir ebrios. Se preocupan mucho por la seguridad, ¿sabes? —me comenta.

Susan sale de la sala vip, y yo voy en busca de mi bolso.

Me despediría de las chicas, pero se lo están pasando tan bien, que no quiero aguarles la fiesta.

Y las veré el lunes, así que.

—Ya está —me dice Susan tocando mi espalda.

—Gracias por todo, por invitarme y por hacer que me lo pase tan bien.

—No, gracias a ti por venir, y por el regalo —me dice enseñándome el pañuelo que le he regalado.

No es nada del otro mundo comparado con el regalazo de diamantes y zafiros que el jefe de la empresa le ha regalado, pero es bonito.

Mira que no estar presente cuando ha venido él en persona para dárselo.

Pero Jared Levy es demasiado para mí.

De no ser por él, seguramente habría conocido a mi jefe.

Susan me acompaña fuera hasta que me subo al coche que me espera en la puerta del club, y le doy mi dirección al taxista. Un segundo más tarde, este se incorpora al tráfico nocturno de Nueva York rumbo a mi casa.

Le doy vueltas y más vueltas a lo que me ha dicho antes Jared Levy, que estaría esperándome sin importar la hora.

Espero que no sea verdad.

Porque no tengo ninguna intención de ir a verle.

Las reglas son las reglas.

«¡Joder!».

—Espere, lléveme a otra dirección —le digo al taxista un minuto después.

«¿Y que pasa con lo de las reglas son las reglas?». —Me dice la voz de la razón.

En menos de quince minutos estoy en la puerta del edificio donde vive Jared Levy.

Estoy nerviosa.

Cualquiera diría que es la primera vez que hago esto.

Pues sí, es la primera vez.

Ya he dicho antes que no he roto mis propias reglas.

Jamás.

Excepto hoy.

Sé el número del piso donde vive él, he estado antes (solo una vez, lo juro), pero me tiemblan tanto las manos que no me atrevo a llamar al timbre.

¿Qué me está pasando?

Yo no soy así.

Soy una tía consecuente con lo que dice y hace, ¿por qué entonces me comporto así ahora?

La culpa de todo la tiene Jared Levy.

Y su cuerpo de infarto, y sus manos atentas, y sus dedos hábiles, y también tiene la culpa su boca que es puramente apetecible y ociosa.

«¡Uff, madre mía! Que mala me estoy poniendo».

Pego finalmente los nudillos contra la puerta, y llamo a esta.

Se hacen eternos los segundos que tarda en abrir.

Y cuando abre la puerta, se sorprende mucho al verme aquí.

¡Hay madre, que ya es demasiado tarde!

—Chloë, creí que ya no vendrías.

—Si quieres me voy —le digo un poco molesta.

Tanta insistencia para que viniera, para que ahora me salga con que le sobra mi compañía, ¿en serio?

Me doy media vuelta para volver por donde he venido, y me para cogiéndome por la muñeca.

—No te vayas —me dice con el mismo anhelo que tenía en el club—. Quédate, por favor.

Enreda sus dedos entre los míos, y me guía hacia el interior del apartamento sin que yo oponga demasiada resistencia.

Me quita con cuidado el bolso del hombro con la mano que tiene libre —la otra sigue enredada con la mía—, y lo deja colgado en un perchero en la entrada.

Y ya no hay marcha atrás.

—De verdad que pensé que ya no ibas a venir —me dice mientras me empuja suavemente hasta un sofá de piel blanco—. Siéntate.

—Gracias.

Me dejo caer en el sofá, y él se queda de pie. Mirándome.

«Mira que es guapo, el tío».

Yo también lo observo durante lo que me parece una eternidad.

Y en lo único en lo que pienso es en que se abalance sobre mí y que me arranque toda la ropa.

«¡Dios, Chloë, contrólate!».

Aparto la mirada avergonzada por mi arrebato mental.

—No me fijé en que había un piano de cola, que chulo —le digo para alejarme de mis sucios pensamientos.

—Ya, porque no estaba. Me lo trajeron el lunes pasado.

Eso lo explica todo, aunque tampoco me habría fijado de sí estaba o no, teniendo en cuenta que apenas rozamos el salón de camino a su habitación.

¡Dios! Parecíamos dos perros en celo.

—¿Y sabes tocarlo? —le pregunto.

—No, es solo de exhibición.

Me mira serio, y de repente sonríe.

—¡Muy gracioso!

—Es broma. Solo quería romper el hielo, los dos parecemos un poco cortados.

¿Lo estamos? Bueno, yo seguro.

—¿Puedo ofrecerte algo de beber?

—No, gracias —rechazo amablemente.

—Tengo te, infusión, y bebidas frías, sé que tú no bebes alcohol.

¿De verdad se acuerda?

Niego con la cabeza.

—Vale.

Me muerdo el labio inferior, suelo hacerlo mucho cuando estoy nerviosa, como ahora.

¿Por qué me pone tan nerviosa este hombre? No es nuestra primera vez, pero entonces, ¿por qué me sudan tanto las manos, y se me acelera tanto el corazón?

No me había sentido nunca antes así.

—Tengo helado y palomitas, podríamos ver una peli si te apetece —me dice devolviéndome a la conversación.

Añádele unas chuches, y se convierte automáticamente en el hombre de mis sueños.

—¿No es un poco tarde para eso?

—Nunca es tarde para helado, palomitas y una película —me dice con socarronería.

«Te quiero, Jared Levy».

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