Camila
Llegué a mi escritorio y me dejé caer en la silla con un suspiro.
Sentía como si todo el aire se me hubiera escapado del cuerpo después de lo que acababa de pasar en la sala de copias.
Mi corazón aún latía acelerado, y no podía evitar pasarme una mano por el cuello, como si eso fuera a calmar el cosquilleo que me recorría.
Nunca había deseado tanto un beso.
El simple roce de la mano de Joaquín en mi mejilla había sido suficiente para hacerme olvidar todo por un instante: las reglas de la oficina, las advertencias, el maldito reglamento de no confraternidad. En ese pequeño cuarto, con él tan cerca, esas normas parecían tan absurdas.
Y, sin embargo, esas mismas barreras seguían ahí, recordándome que no podía, que no debía.
Suspiré de nuevo, intentando calmarme, intentando convencerme de que debería agradecer a Ramiro por cortar ese momento antes de que fuera demasiado tarde.
De solo pensarlo se me revuelve el estómago. Mejor no.
Pero Dios, cómo deseaba ese beso.
El sonido del tel