Ramiro
La casa de mamá era tan aterradora como siempre.
Y como siempre, parecía que ella tenía un radar.
Sin que hubiera llamado a la puerta, ella la abrió
—Ya te llamo —dijo, apartando el teléfono a un lado.
Tragué saliva.
—Hijo —dijo en cuanto me vio, cruzándose de brazos—. ¿A qué debo el placer de tu visita?
—Hola, mami —intenté sonreír, aunque sabía que no iba a funcionar—. Quería verte.
—¿Necesitas dinero? —preguntó arqueando una ceja. No me dejó responder, se hizo a un lado—. Bueno, pasa. No quiero que los vecinos piensen que crié a un vagabundo.
Entré rápido, sintiéndome otra vez como el niño que se escondía detrás de las cortinas cuando ella se enojaba.
—No vengo por dinero, mami —dije, frotándome las manos—. Solo quería saber si podía quedarme contigo unos días.
Ella me miró con el ceño fruncido. Luego señaló el sofá con un movimiento de su dedo índice.
—Siéntate. Explica.
Me senté, pero solo porque sabía que si me mantenía de pie, me haría sentar de todas formas.
—Mi no