El tiempo parecía flotar en un remanso de amor y paz. La manada de los Blancos resplandecía con fuerza, restaurada y unida, pero era dentro de la cabaña de Emma y Diego donde ardía la llama más intensa: la del amor, la familia… y la vida por venir.

El embarazo de Emma transcurría con plenitud. Su vientre crecía, redondeado y hermoso, y Diego no podía quitarle los ojos de encima. La acariciaba como si tocara algo sagrado, le hablaba al bebé como si ya lo conociera, y se dormía cada noche con la cabeza apoyada sobre su pancita, escuchando los latidos de esa nueva alma que llegaría pronto.

Pero una madrugada tranquila, todo cambió.

Una contracción fuerte y repentina despertó a Emma.  

—Diego… amor… —jadeó—. Ya vienen.  

Él se incorporó tan rápido que tropezó con su propio pie.  

—¿¡QUÉ!? ¡¿AHORA?! ¡¿HOY?!  

Emma asintió, respirando entre risas y dolor.  

—Sí, amor. Respira conmigo. No entres en modo lobo salvaje.

Diego corría por toda la cabaña, gritando cosas incoherentes: “¡Agua! ¡Toallas! ¡Una partera! ¡Mi madre! ¡Un manual de partos en lobos alfa!”  

—¡Tranquilo, Diego! Vas a asustar al bebé —rió Emma entre contracciones.  

Pero cuando el momento llegó, él fue su roca. Le sujetó la mano, le limpió el sudor de la frente, le besó los labios mientras ella luchaba con toda la fuerza que la caracterizaba.

—Eres poderosa —le murmuraba con lágrimas en los ojos—. Eres fuego, luna… eres todo.

Y bajo la luz de la luna llena, entre lágrimas y jadeos,  nacieron sus hijos : una niña de ojos violetas como su madre, y un niño de mirada ámbar, intensa como su padre.

—Bienvenidos al mundo… —susurró Emma entre lágrimas.

Los llamaron  Ailén , “luz clara de luna”, y  Gael , “fuerza protectora”. Eran perfectos. Pequeños, suaves, llenos de vida.

Los días siguientes estuvieron llenos de ternura… y caos. Las noches se convirtieron en un vaivén de biberones, llantos, pañales y trasnochadas que hacían que incluso Diego —ese alfa imponente— caminara por la casa despeinado, con ojeras y una sonrisa boba.  

—¿Dormiste algo? —le preguntó Emma una mañana.  

—Dormí dos sueños de cinco minutos —bostezó Diego, con la camisa al revés y el chupón de Gael en el bolsillo.

Emma reía como nunca. Sí, estaba cansada, pero feliz. Su familia estaba completa. Sus hijos crecían sanos, fuertes, con pequeñas actitudes que los hacían únicos. Ailén adoraba acurrucarse con su padre y morder sus dedos. Gael, en cambio, era un explorador travieso desde que logró gatear.

Un atardecer, mientras jugaban todos sobre una manta bajo los árboles, Diego tomó la mano de Emma con los ojos brillantes.

—Emma… quiero hacer algo contigo —dijo con una sonrisa tímida.

—¿Qué?

Él sacó una pequeña cajita de madera, tallada con símbolos de la luna.

—Casarme contigo. No como pareja espiritual. Como tu compañero de vida. Tu esposo. Tu lobo. Tu Diego.

Emma se lanzó sobre él, abrazándolo con fuerza.  

—Sí, sí… mil veces sí.

La ceremonia fue sencilla, pero perfecta. Bajo la luna, rodeados de la manada y la familia, con Ailén y Gael en brazos, se prometieron amor eterno. Ana los unió con palabras sabias y dulces, y todos lloraron cuando Emma y Diego se besaron, envueltos en promesas silenciosas y sueños que apenas comenzaban.

Esa noche, mientras la cabaña brillaba con luces tenues y sus hijos dormían tranquilos, Emma se acurrucó junto a Diego.

—¿Feliz? —preguntó él.

—Completamente —respondió ella—. Este es el final perfecto.  

Diego la besó la frente y la abrazó con fuerza.

—No es el final… —susurró—. Es apenas el principio de nuestra eternidad.

Y así, entre risas, amor y luna llena, se cerró el ciclo de una historia donde el amor fue más fuerte que el miedo, la vida venció a la muerte, y dos almas destinadas… se encontraron por fin. 

                                                                       FIN