El sol del atardecer pintaba de rojo los autos en el estacionamiento subterráneo. Marcel salió de la oficina con esa arrogancia que lo caracterizaba, ajustando los puños de su traje con lentitud. Caminaba como si nada en el mundo pudiera tocarlo.
Pero al llegar a su auto, lo vio.
Nicolás Lancaster lo esperaba, apoyado en el capó de su vehículo, con los brazos cruzados y el rostro endurecido.
—Mira quién vino a buscarme —dijo Marcel, burlón—. ¿Se te perdió algo, Lancaster?
Nicolás avanzó unos pasos. Había rabia en su mirada, pero también una frialdad peligrosa.
—Eres una maldita lacra, Marcel. Una cosa es atacar mi empresa... —su voz era baja, controlada—. Pero llamar a mi esposa para insinuarle cosas, eso ya es cruzar la línea.
Marcel soltó una carcajada que resonó entre los muros de concreto.
—¿Tienes pruebas de que fui yo quien atacó tu empresa? —preguntó con fingida inocencia—. ¿O solo estás hablando porque no puedes aceptar que estás perdiendo?
Nicolás negó con la cabeza con calma