CORAZONES QUE NO OLVIDAN

Dos años después.

Ernesto estaba sentado en una banca del parque, con las manos enterradas en los bolsillos y la mirada perdida. Todo a su alrededor tenía un aire familiar, como si fuera parte de un sueño que se desvanecía al despertar. Desde que había salido del hospital, el mundo le parecía un rompecabezas incompleto, una pintura abandonada a medio terminar.

A unos metros, Gabriela caminaba de la mano con Ori. Las risas de la tarde se congelaron cuando ella divisó una figura idéntica a la de Ernesto. Su corazón se detuvo, y la respiración se le cortó en seco. Dudó de lo que veía, se frotó los ojos como si fuera un espejismo, pero no, era él. A pesar del cabello más corto y de un rostro más delgado, seguía siendo él.

—¡Ernesto! —gritó, sin pensarlo, sin poder contenerse.

Él levantó la mirada hacia el sonido de su nombre. Algo en esa voz lo estremeció, como el eco de un recuerdo que no podía alcanzar. Al verla, su expresión se llenó de desconcierto. No la reconoció, pero sus ojos, gra
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