NO PUEDO QUEDARME

El frío se intensificaba con cada minuto que pasaba. La calle estaba vacía, el parque desierto, y la realidad la golpeó de nuevo: estaba sola.

Tomó aire y siguió caminando, sus pies adoloridos por el tiempo que llevaba deambulando sin rumbo. No podía permitirse el lujo de detenerse, de rendirse; su bebé dependía de ella.

Al llegar a una avenida transitada, vio un pequeño café aún abierto. La luz cálida del interior le resultó reconfortante, como un refugio en medio de su tempestad. Empujó la puerta y entró, frotándose las manos para entrar en calor.

—Buenas noches —la saludó una mujer de mediana edad detrás del mostrador—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—¿Puedo sentarme aquí un momento? —preguntó con voz temblorosa.

La mujer la observó con detenimiento. Su ropa estaba ligeramente húmeda, su cabello desordenado y su rostro reflejaba agotamiento.

—Por supuesto, cariño —respondió con una sonrisa amable—. Pero dime, ¿estás bien? Pareces necesitar más que un descanso.

—Solo… tuve un mal día —bal
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