Gabriela con el peso de un pasado sombrío, marcado por el abuso que sufrió y que la llevó a cometer el peor error de su vida: huir de su boda, dejando, a Ernesto, destrozado en el altar. Con el corazón roto y acosados por los fantasmas de sus demonios, ambos siguen caminos oscuros. Ernesto, convencido de que una nueva relación puede sanar sus heridas, se casa con Sandra Aguirre, pero nada logra reparar las grietas en su alma. Gabriela, por su parte, cae en la trampa de Rodrigo Allem, un hombre que oculta sus verdaderas intenciones detrás de una fachada de dulzura, convirtiéndose en el lobo disfrazado de oveja que condenará aún más su vida. Siete años más tarde, Ernesto y Gabriela se reencuentran, pero la posibilidad de un reencuentro feliz se ve amenazada.
Leer másAño 2005
—¿Y bien? Díganme por qué querían verme aquí —preguntó Rosalía con una voz que intentaba sonar firme mientras observaba las manos temblorosas de su hija.
—Vamos, cariño, no tengas miedo —Claudia se inclinó hacia Gabriela, su sobrina, y le dedicó una sonrisa cálida. Sus ojos decían que estaba allí para ayudarla a enfrentar su verdad.
—Mamá, yo… —Gabriela intentó hablar, pero las palabras se ahogaban en su garganta. Sentía el sudor helado en su frente y su respiración se volvía cada vez más entrecortada; su corazón golpeaba desbocado en su pecho. Aunque tenía tanto por decir, no lograba encontrar la manera.
—Adelante, mi cielo —Claudia la besó en la frente con ternura—. No olvides lo que siempre te he dicho: eres mi mayor tesoro, y te protegeré como una leona.
—¿Qué demonios pasa aquí? —La tensión aumentaba y la voz de Rosalía temblaba con impaciencia—. Hija, habla ya. Desde hace meses te noto distante, no quieres hablar conmigo y siempre te refugias en tu tía. ¿Qué está sucediendo?
Una risa amarga brotó de los labios de Gabriela.
—¿Angustiada, dices? Por favor, mamá, tú solo vives y respiras por tu adorado Federico.
—Sabes que eso no es así, Gabriela —replicó Rosalía, sorprendida—. Solo soy cariñosa con él porque es un buen hombre. Te ha cuidado desde que tenías cinco años.
—¡Mentiras! —La furia estalló en Gabriela como un torrente—. Ese maldito no es más que una asquerosa rata.
Rosalía se quedó helada. Luego, reaccionando con furia, alzó la mano, y la bofetada resonó en el aire, llenando la sala de un silencio estremecedor.
—¡Respeta a tu padre!
Gabriela, con lágrimas desbordando por sus mejillas, miró a Claudia en busca de consuelo.
—¿Lo ves, tía? —sollozó—. Te lo dije… Ella prefiere a ese maldito abusador antes que a mí.
Rosalía se estremeció, un rayo de duda y miedo cruzando su mirada.
—¿De qué estás hablando, Gabriela? ¿Qué estás diciendo?
Gabriela la miró, con un fuego intenso y doloroso en los ojos, y finalmente soltó las palabras que tanto había guardado.
—Tal como lo oyes. Tu adorado esposo no es más que un… un monstruo, mamá. Uno que me ha hecho daño durante todo este tiempo… y tú lo sabías.
Rosalía la miró boquiabierta, paralizada. No podía procesar lo que acababa de escuchar. Un escalofrío recorrió su espalda mientras sus labios balbuceaban una negación automática.
—Eso no es posible… no… no puede ser cierto. Federico, jamás te haría daño.
—¿Cómo puedes defenderlo? —Gabriela retrocedió, temblando, como si estuviera enfrentando a una desconocida—. Siempre lo has preferido a él, elegiste mirar para otro lado mientras me hacía daño.
Rosalía sacudió la cabeza, incrédula. Su voz tembló, su ira desmoronándose en incertidumbre.
—Gabriela, cariño… no entiendo de dónde salen estas acusaciones. Federico ha sido como un padre para ti, te ha dado todo.
—¡Todo menos seguridad, mamá! —Gabriela gritó, la rabia y el dolor contenido explotando en cada palabra—. No sabes lo que he tenido que soportar para protegerme. Ni te imaginas lo sola que me sentí cada vez que me mirabas y fingías que no pasaba nada. Que yo estaba bien.
Claudia, que había permanecido en silencio, dio un paso al frente y tomó a Gabriela de la mano, dándole fuerzas para continuar.
—Rosalía —dijo Claudia con firmeza—, tienes que escuchar a Gabriela. Esta verdad es dolorosa, pero es hora de enfrentarla.
Rosalía intentó sostener la mirada de su hermana, pero el peso de la revelación la hacía sentir expuesta, vulnerable. Sabía que su hija no mentía; lo veía en su mirada, en el temblor de su voz, en el dolor que había guardado por tanto tiempo.
—¿Por qué, Gabriela? — susurró, finalmente, con los ojos humedecidos—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
Gabriela soltó una carcajada amarga.
—¿Para qué, mamá? ¿Para qué me llamarás mentirosa? ¿Para qué te pusieras de su lado, como siempre lo haces?
Un silencio helado cayó sobre la sala, mientras Rosalía intentaba asimilarlo. La sombra de la verdad finalmente la alcanzaba, y ahora, frente a su hija, entendía que su mundo estaba a punto de derrumbarse.
La tensión en la sala era tan espesa que apenas se podía respirar. Rosalía se tambaleó, aferrándose al respaldo de una silla, tratando de encontrar algún fragmento de realidad en medio de la tormenta que acababa de desatar su hija. Claudia se acercó, sus ojos llenos de compasión, pero también de una determinación férrea. No estaba dispuesta a permitir que Gabriela sufriera en silencio nunca más.
—No entiendo… —murmuró Rosalía, con la voz quebrada—. No entiendo cómo pude ser tan ciega.
Gabriela la miraba, agotada, como si las palabras le hubieran robado hasta la última gota de energía. Sin embargo, la intensidad de su dolor seguía ardiendo en sus ojos.
—Porque nunca quisiste ver, mamá. Cada vez que intentaba hablar, tú solo veías a Federico, al hombre perfecto, al esposo que tanto idealizabas… no al monstruo que se escondía detrás de su sonrisa.
Claudia, con suavidad, llevó a Gabriela hacia el sofá y la ayudó a sentarse. Acarició su cabello mientras ella temblaba, vaciando todo el sufrimiento que había guardado.
—Rosalía, no estamos aquí para destruir tu vida —dijo Claudia, su voz cálida pero firme—. Estamos aquí porque Gabriela necesita que la escuches, que la protejas. Ese es el papel de una madre.
—¿Protegerla? —La voz de Rosalía apenas era un susurro—. Yo… yo la protegí de todo. Le di lo mejor de mí, lo mejor que pude…
—No, mamá —la interrumpió Gabriela, con una frialdad que Rosalía no le había escuchado nunca—. Te protegiste a ti misma, te protegiste de la verdad. Preferiste la comodidad de tu mentira antes que aceptar lo que Federico me hacía en tu propia casa.
Un dolor indescriptible atravesó a Rosalía. De repente, el mundo que había construido con tanto empeño se derrumbaba ante ella. Se sentía como si estuviera de pie en un precipicio, con los restos de su vida cayendo a su alrededor.
—Dime, Gabriela —su voz era apenas un hilo—. ¿Qué necesitas que haga? Porque no tengo idea de cómo arreglar esto.
Gabriela la miró con una mezcla de esperanza y resentimiento. El tiempo para parches había pasado, y ahora su madre debía demostrar si realmente estaba dispuesta a tomar partido.
—Quiero vivir con mi tía. Nos iremos a Cali, ahí estudiaré Derecho. No quiero estar cerca de ti… no puedo.
—Mi amor, no me dejes —Rosalía trató de abrazarla, pero Gabriela se refugió en su tía.
—No te creo. Sé que nada cambiará. Si me quedo en tu casa, moriré. En cambio, con mi tía, seré feliz y podré reconstruirme.
El rostro de Rosalía se desmoronó al escuchar aquellas palabras. Era como si la última esperanza que tenía de redimirse ante su hija se desvaneciera en un instante. Se quedó paralizada, observando cómo Gabriela buscaba consuelo en los brazos de Claudia, quien la rodeó con una protección casi feroz.
—Rosalía, sabes que es lo mejor —dijo Claudia suavemente, aunque su mirada estaba cargada de una firmeza inquebrantable—. Gabriela necesita sanar, necesita alejarse de todo esto para poder encontrarse a sí misma.
—¿Y yo? —susurró Rosalía, perdida en su propia desesperación—. ¿Qué se supone que haga sin ella?
Gabriela la miró con una expresión mezcla de dolor y decisión. Por un momento, pareció que iba a decir algo, pero la contuvo un nudo en la garganta. En cambio, Claudia fue quien respondió.
—Haz lo que debiste hacer desde el principio, Rosalía. Enfrenta la verdad. Rompe las cadenas que te atan a él y toma el control de tu vida, porque si no lo haces, seguirás atrapada en este ciclo destructivo… y no podrás ayudar ni a Gabriela ni a ti misma.
Rosalía asintió con la mirada perdida, como si recién estuviera comenzando a comprender la profundidad de su situación. El silencio llenó la sala una vez más, pero esta vez no era la tensión, sino la aceptación de que algo había cambiado para siempre.
—Voy a dejarte libre, Gabriela —murmuró finalmente Rosalía, con la voz rota—. Voy a hacer lo que tú necesitas… aunque eso signifique perderte.
Gabriela, aún aferrada a Claudia, dejó que unas lágrimas cayeran sin esfuerzo, como un alivio contenido por años. Sabía que la decisión era dolorosa para ambas, pero también era el primer paso hacia su libertad.
Sin una palabra más, Claudia llevó a Gabriela hacia la puerta. Cuando estaban a punto de salir, Gabriela se volvió hacia su madre, y por primera vez en mucho tiempo, sus ojos no tenían odio, sino una tristeza que parecía comprender la lucha interna de Rosalía.
—Espero que algún día puedas perdonarte, mamá —dijo en un susurro—. Yo intentaré hacer lo mismo.
Rosalía asintió, incapaz de responder. La puerta se cerró, y en ese instante supo que la verdadera batalla apenas comenzaba, una batalla que tendría que librar sola.
Un año después.Ori se miró en el espejo, incapaz de contener una sonrisa. Y, aun así, la sensación de irrealidad la envolvía por completo. Tantas cosas habían sucedido, Miguel había cumplido su palabra; día tras día estuvo a su lado, haciéndola sentir amada. Pero…—Nunca pensé que llegaría este día —susurró, deslizando los dedos sobre la delicada tela de su vestido.—¿Estás nerviosa? —preguntó Tessa, su hermana, con una sonrisa cómplice.—Un poco… No sé cómo explicarlo. Siempre soñé con este momento, pero ahora que está a punto de volverse realidad, me abruma. ¿Y si se cansa de mí? ¿Si no logro ser una buena esposa?—¿Por qué piensas eso? Él te ama, Ori.—Lo sé… pero desde el nacimiento de Ariel, no me ha tocado. Por más que lo he intentado, siempre encuentra una excusa para evitarme.Tessa frunció el ceño.—¿Se lo has preguntado? Mira, sé que en el pasado fue un verdadero imbécil, pero ha cambiado. Se nota en cómo te mira, en cómo brilla su mirada cuando está contigo… y ni hablar de
La noche había caído, y Ori no podía conciliar el sueño. Una y otra vez, su mente giraba en torno a la misma pregunta: ¿Estaba bien darle otra oportunidad a Miguel? ¿Podría realmente cambiar?—¿Qué debo hacer? —murmuró, acariciando su vientre con dulzura—. No puedo arrebatarte la oportunidad de crecer junto a él…Unos suaves golpes en la puerta la sacaron de su enredo de pensamientos.—¿Qué quieres? —lo miró de reojo, con el cansancio pesando en su voz—. No puedo recibirte ahora. Vete a dormir.Miguel no respondió. En cambio, se acercó, la tomó entre sus brazos y la recostó con cuidado sobre la cama.—¿Qué pretendes? —Ori intentó mantener la calma, pero su corazón la traicionaba con su frenético latido.Miguel la observó con una mezcla de culpa y devoción.—Fui un idiota, Ori. Un imbécil. Estuve a punto de perderte, y si eso hubiera pasado… la muerte habría sido un consuelo.—¿Acaso estás borracho?—No —negó con firmeza—. Estoy aquí porque te amo.Antes de que ella pudiera responder,
Miguel condujo hasta llegar a la casa de su mejor amigo. Era invadido por la felicidad, pero también era carcomido por los gritos de su conciencia. Apenas estacionó, salió del auto apresurado y golpeó la puerta con insistencia.Fernando abrió con el ceño fruncido, pero su expresión cambió al ver a Miguel.—¿Cuándo llegaste? —preguntó, sorprendido.Miguel no pudo contenerse.—¡Está embarazada! ¿¡Puedes creerlo!? ¡Seré padre! —exclamó con una mezcla de euforia y nerviosismo.Fernando parpadeó, asimilando la noticia, y luego sonrió con ironía.—Qué gusto verte, hermano. ¿Cómo estás? Yo estoy bien, ¿y tú? —respondió con sarcasmo.Miguel resopló, impaciente.—No estoy para tus bromas.Fernando cruzó los brazos y apoyó un hombro contra el marco de la puerta.—Vamos, no te he visto en… ¿Qué? ¿Tres o cuatro meses? Y ahora apareces así, soltando una bomba. No esperaba algo así de ti; supongo que la madre es Ori, ¿verdad?—Sí, pero… —El brillo en los ojos de Miguel se apagó por un instante. Miró
Los días siguientes estuvieron llenos de cansancio y malestares para Ori. No sabía con certeza cuántas semanas tenía de embarazo, pero las náuseas y la fatiga no desaparecían. A pesar de las súplicas de sus padres para que aceptara su ayuda económica, ella seguía firme en su decisión de valerse por sí misma.Al principio, encontrar el equilibrio entre el estudio y el trabajo fue un desafío, pero no se dio por vencida. El apartamento donde se estaba quedando era modesto, pero reconfortante. Había iniciado sus controles prenatales, y hasta ahora todo indicaba que su bebé crecía sano.Y finalmente, el día tan anhelado llegó.Ori estaba sentada en la camilla de la consulta, con las manos entrelazadas sobre su vientre aún pequeño, pero ya notoriamente abultado. La pantalla del ecógrafo proyectaba sombras y destellos en la pared, mientras el doctor deslizaba el transductor con suavidad sobre su piel cubierta de gel frío.—Bueno, veamos… —dijo el ginecólogo con una sonrisa cálida, ajustando
El frío se intensificaba con cada minuto que pasaba. La calle estaba vacía, el parque desierto, y la realidad la golpeó de nuevo: estaba sola.Tomó aire y siguió caminando, sus pies adoloridos por el tiempo que llevaba deambulando sin rumbo. No podía permitirse el lujo de detenerse, de rendirse; su bebé dependía de ella.Al llegar a una avenida transitada, vio un pequeño café aún abierto. La luz cálida del interior le resultó reconfortante, como un refugio en medio de su tempestad. Empujó la puerta y entró, frotándose las manos para entrar en calor.—Buenas noches —la saludó una mujer de mediana edad detrás del mostrador—. ¿Puedo ayudarte en algo?—¿Puedo sentarme aquí un momento? —preguntó con voz temblorosa.La mujer la observó con detenimiento. Su ropa estaba ligeramente húmeda, su cabello desordenado y su rostro reflejaba agotamiento.—Por supuesto, cariño —respondió con una sonrisa amable—. Pero dime, ¿estás bien? Pareces necesitar más que un descanso.—Solo… tuve un mal día —bal
El sonido de la voz de su padre hizo que Ori perdiera la poca fuerza que le quedaba. No podía respirar. Su madre seguía mirándola con desprecio, su hermana mantenía la vista baja, y ahora él estaba allí, esperando respuestas.—¡Responde, Oriana! —insistió su madre, con la rabia marcando cada sílaba—. ¡Dime que todo esto es una mentira!Ella continuaba inmóvil; no podía hablar, no podía moverse. Quería gritar que todo era un error, que no era cierto, pero su silencio la delataba.Su padre avanzó un paso, y la dureza de su expresión hizo que Ori retrocediera instintivamente.—¿De qué están hablando? —preguntó, su voz profunda y tensa.—De que nuestra hija se acostó con su propio hermano —espetó su madre, con el asco reflejado en cada palabra.El silencio que siguió fue peor que cualquier grito.—¿Es cierto? —su padre la miró fijamente.Ori no supo qué responder. ¿Para qué mentir ahora? Ya no tenía escapatoria. Bajó la cabeza, sin atreverse a ver la reacción de su padre.—¡Dios santo! —Su
Último capítulo