UN MATRIMONIO INESPERADO... El día del divorcio
UN MATRIMONIO INESPERADO... El día del divorcio
Por: Jeda Clavo
Capítulo 1: Todo está perfecto.

Claudia estaba en la habitación principal de la grandiosa mansión de su marido; en ese momento, parecía una fortaleza de soledad y silencio.

Tomó la prueba de embarazo y dos líneas le devolvían la mirada, confirmando su mayor deseo y su miedo más profundo. “Estaba embarazada”.

Su corazón palpitó con fuerza contra su caja torácica, como un pequeño eco de la nueva vida que llevaba dentro.

El sonoro reloj la devolvió a la realidad y le recordó que ya estaba tarde, porque ya era hora de que su marido regresara del trabajo y no le tenía la cena lista. Si no le tenía la comida preparada, se molestaría, y justo en ese momento no quería enojarlo.

Bajó con rapidez y se fue a la cocina, donde comenzó a preparar la cena. Sin embargo, mientras cortaba las verduras con precisión mecánica, sus ojos se nublaron por una tempestad de preocupación que oscurecía su mirada avellana, normalmente radiante.

—¡Claudia! ¿Dónde estás? —escuchó el grito de su marido desde el patio caminando hacia la entrada.

Se puso nerviosa porque aún no había terminado de servir la mesa.

"Perfección", susurró para sí misma, colocando cada plato con el cuidado de un artista, pero sus movimientos la delataban: una cuchara mal colocada, una servilleta doblada de forma desigual.

Era una maestra dirigiendo una sinfonía, interrumpida ahora por un acorde disonante.

El chasquido de la puerta principal desconcentró a Claudia.

—Buenas noches, mi amor —la voz de Javier, suave como el vino añejo, llenó el espacio entre ellos.

Se inclinó para darle un beso en la mejilla y Claudia retrocedió un poco; el aroma a jazmín y algo más carnal, no su perfume, permanecía en su cuello.

—¿Va todo bien? —preguntó él, con una arruga en el entrecejo.

—Todo está perfecto —mintió Claudia, cruzando las manos para calmar su temblor.

Volvió a la mesa, donde el aire estaba cargado de silencio y de evidente traición.

Se sentaron y los cubiertos tintinearon contra la vajilla en una melodía de normalidad doméstica, pero cada nota parecía vacía.

El corazón de Claudia latió con fuerza, urgiéndola a desvelar la noticia que podría atarlo de nuevo a ella, a esa casa, al futuro que habían planeado.

—Javier… —empezó a decir, con voz apenas por encima de un susurro, buscando las palabras exactas que decirle —. Hay algo que tengo que decirte.

—¿Qué es? —preguntó Javier con la cuchara muy cerca de la boca.

Ella abrió la boca, pero antes de que la confesión brotara de sus labios, Javier frunció el ceño.

—¡¿Qué diablo me has dado?! —gritó colérico mientras una cadena de insultos salía a borbotones de su boca—. No eres más que una inútil —espetó, levantándose de la mesa, y tirando toda la comida, quebrando platos, derramando cacerolas.

Ella nerviosa intentó calmarlo.

—¿Qué pasa, mi amor? —dijo Claudia con voz entrecortada.

—Esta comida... ¡Está sosa! ¡¿Te has olvidado de la sal?! —Su tono era afilado, el filo de un cuchillo acusador.

—Lo siento, debe haber... —. La disculpa de Claudia vaciló bajo el peso de su mirada.

—¿Debe haber qué? ¡¿Perdido la cabeza?!

Las palabras restallaron como un látigo. Y entonces, sin previo aviso, se acercó a ella.

—¡No eres más que una maldit4 inútil! —exclamó mientras la mano de él se estampó en la mejilla de Claudia con un dolor punzante.

—¡Ja… vier! —jadeó ella, sorprendida, hundiéndose en la silla.

Pero su ira no se había calmado y la empujó, haciéndola caer al suelo.

El dolor irradió desde la cadera, donde se golpeó contra el suelo, el frío mármol contra la carne caliente.

—¡Mira lo que me has hecho hacer! —se quejó Javier de pie sobre ella, como si lo ocurrido fuera culpa de ella.

Claudia cerró sus ojos, y se llevó la mano instintivamente al abdomen, la protección mezclada con el miedo. Pero ya era demasiado tarde. Una aguda punzada la atravesó como un certero rayo, y cuando miró hacia abajo, una mancha carmesí se extendió por su vestido, el vibrante color burlándose de la palidez de su piel.

—Mi amor, por favor... —. Su súplica fue un susurro, ahogado por el rugido de la sangre en sus oídos y la destrucción de su mundo en fragmentos.

—Eso te pasa por no hacer las cosas bien, todo es consecuencia de tus actos, Claudia —espetó con fiereza y sin un ápice de remordimiento en su expresión.

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