Mundo ficciónIniciar sesiónPOV de Kael
Pasé casi todo el día sentado ahí — medio escuchando, medio intentando no gritarle a nadie.
Las enfermeras no paraban de moverse, tocando, presionando, revisando mis signos vitales como si yo no supiera que seguía vivo. Los médicos igual. Todos usaban ese tono educado que la gente adopta cuando cree que estás frágil, como si me fuera a romper solo porque respiraran cerca de mí.
Mientras tanto, Rowan estaba en la esquina, apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, como si nada hubiera pasado. No dejé de mirarlo, no por cariño ni por nada suave como eso, sino porque el enojo no me dejaba mirar a otra parte.
Me atrapó mirándolo una vez y solo sonrió, con esa sonrisa que decía: ten suerte de que te haya salvado el trasero.
Excepto que no fue así. Yo lo salvé a él.
No paraba de repetirlo en mi cabeza: la hoja, la cara de Elias, ese segundo en el que mi cuerpo se movió por instinto. Fui criado para la guerra, para la estrategia, para el dominio. No para la imprudencia. Interponerme entre la espada y Rowan no fue estrategia. Fue emoción. Fue debilidad.
Y lo peor… era que ni siquiera podía convencerme de que me arrepentía.
Cuando por fin se fueron las enfermeras, aparté la manta y me levanté, ignorando el mareo que me golpeó al instante. El espejo frente a la cama reflejaba la luz pálida que se filtraba por las cortinas. Mi reflejo daba pena: piel sin color, ojos hundidos, las cicatrices rojas todavía marcadas en el hombro y el pecho.
Levanté la mano y toqué una de ellas, recorriendo la línea con el pulgar. Todo mi cuerpo se sentía ajeno, como si no estuviera realmente dentro de él.
—Esa cicatriz te queda bien —dijo Rowan detrás de mí. Su voz sonaba con esa confianza perezosa que siempre me daban ganas de lanzarle algo.
Lo miré por el espejo.
—¿De verdad crees que necesito tu opinión ahora?
Aun así, se acercó. Caminaba con esa calma calculada, como si cada paso marcara territorio.
—Estás vivo, Kael. Eso es lo que importa.
—A duras penas. —Solté un suspiro y me giré hacia él—. Podrías haberme dicho la verdad desde el principio.
Alzó una ceja, fingiendo no entender.
—Te la dije.
—No me mientas —mi voz salió más dura de lo que quería—. Dijiste que Elias actuó solo. ¿Esperas que crea eso?
Su expresión no cambió, pero vi cómo se tensaba la mandíbula.
—Porque es la verdad.
—Mentira —espeté—. Es tu hermano menor, Rowan. Tu sangre. ¿Quieres que me crea que intentó matarme sin que tú supieras nada?
Se quedó callado unos segundos, mirándome, y después soltó un suspiro lento, cansado.
—¿De verdad crees que arriesgaría todo solo para verte sangrar?
—Ya no sé qué pensar —murmuré.
Se acercó un poco más; su reflejo apareció detrás del mío en el espejo.
—Kael…
—No. —Aparté su mano antes de que llegara a mi hombro—. Dices que Elias actuó por su cuenta, pero sé lo unidos que son. ¿Pretendes que crea que un día se levantó y decidió apuñalarme así, sin más? No nací ayer.
No respondió enseguida. Su silencio lo dijo todo. Y eso fue lo peor, porque me hizo dudar si de verdad no sabía nada… o si simplemente no quería admitirlo.
—Quiero verlo —dije al fin.
Rowan parpadeó, sorprendido.
—No.
—No te estaba pidiendo permiso.
Negó con la cabeza.
—No vas a verlo, Kael.
Apreté la mandíbula, intentando contenerme, pero el enojo seguía subiendo.
—Necesito mirarlo a los ojos y oírlo de su boca.
—¿Y luego qué? —su voz se volvió más aguda—. ¿Qué piensas hacer? ¿Destrozarlo mientras apenas puedes mantenerte en pie?
—Solo quiero la verdad.
—Ya la tienes.
—Rowan—
—He dicho que no —interrumpió, más firme—. No vas a acercarte a esa mazmorra.
Lo miré, el pecho subiendo y bajando con fuerza.
—No puedes retenerme aquí.
—Mírame hacerlo.
—Es mi maldito reino, imbécil.
—Y me importa una m****a.
Eso me hizo soltar una risa seca.
—¿Sabes cuál es tu problema, Rowan? Crees que puedes decidir por todos. Crees que porque eres el gran Alfa de Luna Sombría, todos deben inclinarse ante ti.
Él sonrió apenas, pero sus ojos no acompañaron la sonrisa.
—Tú no te inclinas, Kael. Nunca lo has hecho.
—Entonces deja de tratarme como a uno de tus lobos.
Se acercó más, hasta quedar casi pecho con pecho.
—Entonces deja de actuar como si no me necesitaras.
Las palabras me golpearon. Lo miré un segundo, tratando de entender qué demonios quería decir con eso. Pero siguió hablando.
—Te estabas muriendo —dijo en voz baja—. El sanador dijo que la única forma de salvarte era transferirte mi fuerza. No fue un hechizo, Kael. Fue el vínculo. La mordida. No voy a dejar que te mates. No mientras yo esté aquí.
—Quiero ver a Elias —repetí, más bajo.
—He dicho que no.
—No voy a matarlo, Rowan. Solo quiero hablar.
Sacudió la cabeza.
—No, Kael. No estás pensando con claridad. Casi te mata—
—Estoy vivo —lo interrumpí.
Rowan entrecerró los ojos.
—Gracias a mí. ¿Y crees que eso borra lo que hizo?
—No, pero—
—Intentó matarte. Me habría matado a mí también si no te hubieras interpuesto —su voz se quebró por un momento, y por primera vez noté lo cansado que estaba—. ¿Tienes idea de lo que es casi perderlos a los dos?
Tragué saliva, sin responder.
Se acercó más, el tono suavizándose.
—Está en la mazmorra. No saldrá de allí. Enfrentará al consejo y pagará por lo que hizo.
—¿Pagar? —pregunté—. ¿Quieres decir morir, verdad?
Rowan no dijo nada.
—Vas a matarlo.
—Te mató a ti —soltó Rowan con rabia—. ¿O ya olvidaste esa parte?
—Estoy aquí, ¿no?
Respiró hondo y se dio la vuelta.
—El consejo ya convocó una reunión. Nos llamarán cuando estén listos.
—¿Para qué?
—Para decidir qué pasará después. Con las manadas. Con Elias. Con nosotros.
Nosotros. Esa palabra quedó suspendida en el aire como humo.
No dije nada más. Pasé junto a él y fui directo a la puerta. Me temblaban las piernas, pero no me importó. Necesitaba aire. Espacio.
—Kael —me llamó Rowan, pero no me detuve.
Cuando salí al pasillo, todo se quedó en silencio. La gente dejó de hacer lo que estaba haciendo. Lobos, sanadores, sirvientes… todos se quedaron mirando. Algunos jadearon. Otros susurraron.
Y entonces me golpeó: pensaban que estaba muerto.
Seguí caminando igual, por el pasillo largo, directo al salón del trono. Los guardias en la puerta me miraron boquiabiertos. Uno incluso dio un paso atrás.
—Muévanse —ordené, y lo hicieron.
Dentro, el aire estaba denso. Los ancianos de Rowan estaban frente a los míos, discutiendo, hasta que entré. El silencio cayó de golpe mientras avanzaba hasta el centro, ignorando las miradas, los murmullos, la incredulidad.
No esperé a que nadie hablara. Simplemente me senté en mi silla —mi trono— y los miré a todos, uno por uno.
—Necesitamos hablar —dije.
Nadie se movió. Ni el consejo de Rowan, ni el mío. El silencio se estiró, vibrando en el aire.
Y ahí lo sentí —que lo que venía no era solo sobre Elias. Era sobre todo. Las manadas. El vínculo. La traición que nadie se atrevía a nombrar.
Algo cambió en el ambiente, como si el mundo contuviera la respiración.
Y me quedé ahí, observándolos, sabiendo que ninguno de nosotros saldría igual de esa sala.







