Jade no sabía qué decir, lo único que hacía era llorar sin poder detenerse. En toda su vida jamás le habían levantado la mano, pero ahora Adriel acababa de pegarle y dolía, dolía demasiado. Pero no le dolía tanto el golpe en sí, sino el gesto, el simple hecho de que desconfiara de ella, de haberla condenado sin atreverse a escuchar su versión antes.
—¡¿Desde cuándo?! ¡¿Desde cuándo estás viéndome la cara de estúpido?! —siguió gritando, completamente enfurecido.
Y ella entendió que tratar de defenderse no tenía sentido.
—¿Entonces no dirás nada? —la encaró, mirándola con aquellos ojos desquiciados.
Jade bajó la mirada y negó con la cabeza.
Su esposo soltó una maldición entre dientes y por un momento temió que fuera a seguir lastimándola, pero en lugar de eso, simplemente la esquivó y salió de la habitación, cerrando la puerta de un fuerte y sonoro portazo.
Adriel salió de la casa completamente fuera de sí. Sus ojos no lograban enfocar absolutamente nada, todo lo que veía era rojo.