Las palabras de Roberto resonaron en el pasillo. La demanda parecía ser simple y clara: devuélveme lo que es mío, devuélveme lo que me pertenece.
El problema era que Roberto estaba muy equivocado.
—¿Tu mujer?
Fabián no pudo evitar sentir como su visión se tornaba rojiza.
¿Cómo se atrevía a decir semejante estupidez?
—Sí, mi mujer —repuso el otro con brusquedad—. Natalia es mía. Siempre lo fue.
A la mente de Fabián acudieron imágenes de Natalia gimiendo debajo de él, de Natalia suplicándole por más placer mientras se deshacía en fluidos sobre su boca. Ciertamente, aún no la había reclamado del todo—cosa que pensaba hacer que cambiara muy pronto—, pero eso no quitaba el hecho de que Natalia ahora era suya.
Su mujer.
Y de nadie más.
No pudo evitar regodearse ante esta realidad, dedicándole una sonrisa ladeada al pobre imbécil que tenía delante.
Una sonrisa que hizo que los puños de Roberto se apretaran con fuerza.
—Querrás decir: mi mujer —lo corrigió con bur