Se había arrepentido.
Me había rogado, desesperado.
Pero, la verdad era obvia.
Con o sin malentendidos, cuando Luna lo necesitaba, él no dudaba en dejarme atrás por ella.
Por la noche, cuando David confirmó que Luna estaba fuera de peligro, volvió a buscarme. Mis guardaespaldas no lo dejaron subir, así que se quedó parado bajo la ventana de mi casa.
El invierno era terrible, y esa noche, el viento helado era aún más despiadado que de costumbre porque había una tormenta de nieve. El frío de a de veras penetraba hasta el tuétano. Aun así, David se quedó allí, bajo la ventisca, con su ropa delgada, sin moverse ni un centímetro. Al poco tiempo, parecía una estatua de nieve viviente. Pero, no se marchó.
David veía la luz de mi habitación encendida. Sabía que yo podía verlo. Sabía que lo estaba mirando. Y tenía razón. Yo lo observaba. Acurrucada en mi sillón junto a la ventana, con un tazón de caldo caliente en las manos, disfrutando del calor y la comodidad, miraba cómo él se congel