El mediodía tenía ese sol oblicuo y amable de los días frescos, el tipo de luz que acaricia sin quemar. Sophia caminaba por la vereda con paso sereno, el abrigo liviano colgándole del brazo adornaba su extremidad. Ya eran los últimos días de fresco, y octubre se acercaba a pasos agigantados. El sólo recuerdo de la Noche de Brujas le cerraba el estómago a la escritora. Había elegido el lugar del almuerzo con cuidado: un café-bistró con mesas en la vereda y platos simples, casi caseros. A John le gustaban las pastas, y a ella le bastaba con no estar encerrada.Lo vio de lejos, esperándola junto a una maceta de lavandas. Llevaba suéter gris, anteojos oscuros, y el gesto socarrón que no perdía nunca, ni siquiera cuando dormía. Se saludaron con un abrazo breve y cálido. John olía a jabón y colonia barata.—Estás mejor que la última vez que te vi —dijo él, mientras tomaban asiento.—Gracias por el halago disfrazado de preocupación —contestó Sophia, sonriendo.—No, en serio. Tienes color en
La cena había sido buena. Nada extraordinario, nada fuera de lo habitual. Lentejas con arroz, pan casero, una copa de vino tinto que Sophia tomó despacio. Gabriel había llegado con una torta helada y una actitud más dulce que de costumbre. Parecía cómodo, incluso relajado, como si estuviera verdaderamente en casa. Y quizás, pensó Sophia, lo estaba.Después de cenar se quedaron hablando en el sofá, con la lámpara encendida sobre la mesita baja y el perro dormido a los pies de ella. Rex apenas se movía cuando Gabriel venía; lo miraba, olfateaba su pantalón con desgano, y volvía a dormirse. Sophia no sabía si agradecerle o preguntarse qué intuía el animal—Me encanta esta luz —comentó Gabriel, reclinándose contra el respaldo del sillón y estirando una pierna—. Tiene algo de refugio. Como si el mundo estuviera afuera y acá no pudiera entrar.—Eso es lo que busqué siempre —dijo ella, con la taza de té aún caliente entre las manos—. Un lugar al que no haya que pedirle permiso para descansar
El departamento de John era un oasis caótico: estanterías con libros desordenados, una guitarra eléctrica recostada sobre un sillón y el olor tenue a café recién hecho colándose entre los espacios. Sophia siempre había sentido que ese lugar le recordaba su infancia, aunque nunca hubieran vivido juntos de adultos. Había algo en la luz, en el desorden amable, en la taza de cerámica mal reparada que él usaba desde hacía años.—¿Quieres té o café? —preguntó John desde la cocina, sin asomarse.—Café está bien —respondió Sophia, mientras se sacaba el abrigo—. Pero con poca azúcar, por favor.—Lo sé, no soy nuevo.Ella sonrió apenas. Se sentó en la silla alta junto a la barra, observando cómo su hermano preparaba todo con precisión desganada, como quien conoce demasiado bien la rutina. Le pareció más cansado de lo habitual, con el ceño fruncido incluso antes de que comenzaran a hablar.—¿Y entonces? —preguntó él al fin, dejando su taza frente a ella—. ¿Cómo estás?—Bien. Cansada. Esta semana
El rugido de la multitud resonaba en el estadio. Era un mar de colores y banderas ondeando al viento mientras el partido de rugby alcanzaba su clímax. La gente gritaba, aplaudía y silbaba, mientras en el centro del campo, los jugadores se movían con una energía frenética, sus cuerpos chocaban con fuerza en cada tackle y ruck. El sol brillaba sobre ellos, haciendo brillar el sudor en sus frentes y acentuando cada golpe y empuje y sacando a lucir seductoramente la fuerza que reflejaban sus músculos, venas y tendones.Thomas se limpió el sudor de la cara con la palma de su mano. Era una fuerza imponente en el campo. Su físico robusto y su barba crecida al estilo vikingo le daban una presencia intimidante. Sus ojos marrones, llenos de furia y concentración, seguían cada movimiento con una intensidad que hacía temblar a sus adversarios. Su cabello castaño claro, desaliñado, y la cicatriz en la nariz que le atravesaba la cara desde la altura del pómulo derecho hasta perderse en la mejilla i
El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Sophia se despertó, rodeada por el suave murmullo de la naturaleza. Afuera, el canto de los pájaros marcaba el inicio de un nuevo día en su pequeña casita campestre. Abrió los ojos lentamente, disfrutando de esos primeros momentos de paz antes de que el mundo comenzara a moverse a su alrededor. A lo lejos, se escuchaba el viento rozar las hojas de los árboles frutales que adornaban el jardín, un sonido tan familiar que se había convertido en su melodía de cada mañana.La casa de Sophia, ubicada a las afueras de la ciudad, era su refugio. No era grande ni lujosa, pero tenía todo lo que necesitaba: paredes de madera, cortinas de bordado francés y estantes llenos de libros. Todo en su hogar tenía un propósito, cada rincón hablaba de sus gustos y su personalidad. Se levantó de la cama y abrió las ventanas, dejando que la luz dorada del amanecer llenara el espacio. El aire fresco del campo inundó la habitación, revitalizándola.En la esquina
Sophia bajó de la bicicleta y la ató con la cadena al soporte. Había demorado un poco más de lo normal por el peso del frasco de mermelada para Edith; pero de todas maneras logró su cometido y ya se encontraba en el hospital de niños. Tomó su bolso y empujó la puerta con confianza. Con una sonrisa en el rostro saludó al guardia de seguridad y le mostró su identificación.—Buenos días, Ernesto —lo saludó. Su voz salió dulce y cálida como un té recién hecho. Ernesto le sonrió de oreja a oreja con un ligero rubor en sus mejillas.—Sophia, buenos días —tartamudeó el joven guardia—. No hace falta que me presentes eso, ya eres una más del equipo.—Reglas son reglas, mi amigo. Y tú deber es anotar quién entra y quién sale —le recordó Sophia. Sin embargo, Ernesto la había recibido tantas veces en el hospital que se sabía sus datos de memoria. Su rutina era la misma: Todos los domingos, miércoles y viernes Sophia estaba allí, puntual como siempre. Se sentaba en el parque que quedaba justo en f
Para cuando Sophia regresó a su casa, ya casi atardecía. Con las ventanas abiertas de par en par, disfrutando de la cálida brisa de primavera, lavaba a conciencia la lonchera donde había llevado sus sándwiches. Escuchó el ya muy conocido chirrido del colibrí y levantó la vista para ver cómo volaba de lado a lado en su ventana. Así como llegó, se fue. Pero una nueva visión le alegró la vista. Vio estacionarse el auto de su padre, afuera en la calle de tierra. Cerró el paso de agua del lavabo y se secó las manos rápidamente. Afuera, Rex le ladraba al recién llegado, moviendo la cola de lado a lado y tratando de no perder el equilibrio con sus tres patas.Mientras su padre y su madre descendían del vehículo, Sophia salió a recibirlos.—¡Hola! —los saludó felizmente de verlos. Aunque ellos sabían que los domingos casi no estaba en casa, y que los veía al menos dos veces por semana, siempre era muy grato tenerlos allí.—Hola, hijita. Perdón por llegar sin avisarte —dijo su madre, acercándo
Dos hombres de mediana edad se acercaron a la casita campestre. Aún no era mediodía y un delicioso aroma a comida preparándose en el horno salía de su interior. Gabriel se escondió tras un arbusto, siendo secundado por Lucas, que no dejaba escapar oportunidad para filmar todo lo acontecido.—¿Y? ¿Cómo me veo? —le preguntó Gabriel a Lucas luciendo su uniforme del equipo de rugby para el que jugaba. La camiseta verde se ajustaba a su atlético cuerpo, resaltando el contorno de cada abdominal y tendón que se marcaba en él.—¡Absolutamente impactante! ¡Te aseguro que caerá rendida a tus pies! —exclamó Lucas sin dejar de filmar—. ¡Y lo mejor de todo es que esto irá derechito a tus redes! ¡Sumarás muchos seguidores! ¡Funcionará mejor que ir al hospital a sacarse fotos con esos mocosos enfermos!—Muy bien, deséame suerte, amigo. Aunque claro que no la necesito —rio Gabriel. Ágilmente saltó la tranquera de madera que marcaba el límite de la propiedad privada y atravesó el jardín frontal con to