17. La casa de la abuela
Un viaje que provocó que todo mi cuerpo se entumiera. Miraba por la ventana emocionada, aunque intentaba por todos los medios ocultarlo, pues nunca había tomado un avión. Por otro lado, Edward no podía hacerlo. Sus manos estaban pegadas al vidrio como si fueran a atrapar las nubes que parecían algodones.
—¡Mami! ¿Podemos llevarnos las nubes en el bolsillo?
—No, cariño, no podemos —sonreía con levedad—. ¿Te gustan?
—¡Sí! Ya sé lo que quiero ser —me observó con sus ojos llenos de emoción—. Quiero ser de los que manejan los aviones. ¡Zoom!
—Es decir, un piloto —le respondía con la calma que sabía que no tenía.
La ciudad a donde estábamos llegando se veía tan pintoresca desde el cielo que daba la impresión de haber sido pintada. Dante estaba en su ordenador trabajando desde que salimos de Nueva York, con tanta intensidad que podía asegurar que no había dormido durante todo el viaje. Edward saltó desde su asiento acercándose a su padre, quien lo observó de reojo.
—¿Per qualcosa, piccol