Capítulo 4

                       POV John

Los días pasan lentamente como un castigo. Cada amanecer se siente como un juicio, y cada caricia de Cassandra es un recordatorio cruel del engaño que estoy por cometer.

¿Merece esto? ¿Merece ella esta traición?

Quizá no. Pero una apuesta es una apuesta, y yo, lamentablemente, ya estoy demasiado metido como para retroceder.

Necesito hombres de confianza que lleven a cabo una golpiza convincente, brutal… y solo hay un grupo en el que puedo confiar para algo así: mis guardaespaldas. Los mismos que, cuando se los propuse, me miraron como si estuviera loco.

Se negaron, claro. Al principio, sin embargo una sola mirada bastó.

Una sola advertencia, tan fría como un despido inminente. Les pago demasiado bien como para que se den el lujo de no aceptar.

Hoy, llueve torrencialmente, presagio de lo por venir.

Me preparo en silencio, me visto de negro, como quien se alista para su propio funeral. Camino hacia Cassandra, la encuentro sentada junto a la ventana.

Me acerco, y la beso con ternura. Quiero recordar la suavidad de su boca.

—Te amo —le susurro, viéndola fijamente.

Ella se incomoda. Lo noto en su cuerpo, en sus ojos, en ese gesto sutil que nunca antes había hecho.

—Y yo —responde, con una sonrisa que no me convence del todo.

Le devuelvo el gesto, uno sereno. Uno que no revela que estoy a horas de perder la vista, aunque solo sea en apariencia.

Salgo de la mansión y subo al auto. Carl, mi chofer, me observa desde el retrovisor. Conoce este plan, me conoce a mí, y aunque sus labios callan, sus ojos me gritan que esto le parece una completa locura.

Gracias por no decirlo, Carl. Hoy no podría soportarlo.

En la oficina firmo documentos, dejo instrucciones. Will se hará cargo de todo mientras “me recupero”.

Él es de los pocos que sabe lo que pasará esta noche.

Will, Carl, Thomas, mis abuelos y los cinco hombres que pronto me destrozarán el cuerpo. Ellos y nadie más.

A las seis en punto, abro la puerta de mi despacho. Desde el umbral observo a los empleados moverse por los pasillos. Son las piezas clave para lo que vendrá. Necesito testigos, rumores, y drama.

—¡No quiero que nadie me siga! ¡Mándalos a casa! —grito al teléfono, con el tono exacto de un hombre al borde de un colapso.

Trevor, mi asistente, parpadea desconcertado.

—Señor… ¿Está bien?

—Lo estoy. Solo necesito una maldita hora sin que me respiren en la nuca, y tú también, vete.

El chico asiente. Le duele más de lo que deja ver. Es demasiado noble, y sé que si supiera la verdad, no aguantaría un interrogatorio de cinco minutos, soltaría la verdad en menos de lo que canta un gallo.

No puedo darme ese lujo.

Me despido de la secretaria. Me mira con desconfianza. Lo entiendo, siempre he sido cortés, hasta hoy. Hoy he gritado a todos. Hoy he sembrado el escándalo, y sé que en cuanto yo cruce esa puerta, ella soltará la lengua.

Perfecto.

Quiero que lo haga. Quiero que el escándalo se propague como incendio.

Entro al ascensor. Pulso el botón del subterráneo. Pongo las manos en los bolsillos, tranquilo, controlado, como si no estuviera a minutos de ser masacrado por mis propios empleados.

Sé que las cámaras me están grabando. Sé que mis padres y la policía buscarán pistas, y quiero que vean esto: a un hombre solo, con una tormenta sobre la espalda, dirigiéndose directo al infierno.

¿Por qué no les conté la verdad?

Porque si mi madre lo supiera, no lloraría. No se vería rota.

Leonore no es buena mintiendo, y cuando la noticia se filtre —su hijo golpeado, ciego, indefenso— entonces sí… gritará, llorará, se quebrará, y todos creerán que fue real.

La puerta del ascensor se abre. Camino hasta mi Aston Martin Valkyrie. Carl ya me espera con la puerta abierta. Subo, seco el sudor de mis manos en los pantalones.

Estoy nervioso, y no puedo negarlo.

—¿Seguro que quiere seguir con esto, señor? —pregunta con la voz grave mientras arranca.

—Sí. ¿Sabes adónde ir?

—Lo sé —me mira por el espejo retrovisor, los ojos llenos de duda.

El viaje se hace eterno. Un minuto, cinco, diez.

Mi miedo no es al dolor. No temo los golpes, ni la sangre, ni los huesos rotos.

Lo que me aterra es lo que vendrá después. La oscuridad, la incertidumbre.

Carl detiene el auto frente a la playa. La lluvia cae con violencia. Las olas rugen, los árboles se sacuden como testigos.

—Recuerda lo acordado. Quédate al lado izquierdo de la vía. La cámara de tráfico debe verte. No te muevas hasta que te llame.

Carl asiente, su mano tiembla un poco.

—Vaya con Dios —susurra.

Salgo. El asfalto está mojado, resbaladizo. La lluvia cae por mi rostro empapandome por completo. Avanzo hasta un callejón oscuro donde un farol solitario ilumina apenas las figuras que me esperan impacientes.

Cinco hombres erguidos como rocas, sus rostros cubiertos con pasamontañas.

Si no supiera que son mís guardaespaldas, pensaría que vine a morir.

Me planto frente a ellos sin oponer resistencia.

—¡Vamos! ¡Háganlo de una vez! —grito, harto del silencio.

Nadie se atreve a mover un solo músculo

—¡Golpéenme, malditos! ¡Les bajaré el sueldo si no lo hacen!

Vick da un paso adelante. Me lanza un puñetazo directo a la mandíbula. La cabeza me gira, y la sangre me brota del labio.

—¡Carajo! —gimo.

Rob le sigue. Una patada al estómago me deja sin aire. Me desplomo al suelo, mis piernas se encojen contra mi pecho.

El resto no espera más, y se suman. Las patadas, los puños, los golpes caen sobre mí. Siento cómo las costillas crujen, ell dolor es abrumador.

Me retuerzo, e intento cubrirme, pero no sirve de nada.

El mundo se vuelve borroso, no se cuánto tiempo ha pasado. Todo se tiñe de gris.

—Lis… listo… —susurro.

Y entonces, la oscuridad llega, pesada y total.

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