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Capítulo 2 – Cristales y vértigos

Papá y yo caminábamos uno al lado del otro, cargando nuestras cajas de herramientas mientras el murmullo de los ejecutivos quedaba atrás, al otro lado de las puertas automáticas. Aquí el aire era distinto: más pesado, más real.

Donde terminaban los pisos brillantes, empezaba nuestro mundo.

—¿Qué te toca limpiar hoy, pa’? —pregunté, abriendo el casillero para guardar mis guantes.

—Cristales, mija. —Lo dijo con esa tranquilidad que solo da la costumbre, como si colgarse de un arnés a veinte pisos del suelo fuera tan normal como barrer el pasillo.

Solté un bufido, cruzándome de brazos.

—Dios, deja que contraten a una empresa especializada para eso. —Mi voz sonó más dura de lo que quería—. Sabes que se me paraliza el corazón cuando te veo allá arriba.

Papá rió, esa risa suave que me ha acompañado toda la vida.

—Ay, Luna… si yo dejo de subir, ¿quién le va a dar brillo a esta ciudad? Además, no te preocupes. Uno no se cae si sabe dónde poner el pie.

—Sí, pero tú confías demasiado en tus pies. —Me acerqué y le acomodé la gorra—. Prométeme que vas a usar el arnés nuevo.

—Prometido. —Me guiñó un ojo—. Además, tengo que vivir lo suficiente para conocer a tu futuro esposo.

—¡Papá! —le lancé un trapo en el hombro, muerta de risa—. No empieces con eso.

—¿Qué? Uno nunca sabe, mija. Tal vez el destino ya anda por ahí, escondido en uno de esos ascensores rebeldes.

—Por favor, pa’. El único destino que me interesa es que el café salga caliente mañana.

Ambos reímos, y por un instante el mundo pareció detenerse.

Era fácil olvidar los comentarios de Noah Ha, las miradas, el juicio de los demás.

Con papá, todo era más simple. Más humano.

Yo no tenía que fingir que no me dolía el orgullo, ni que no me temblaban las manos después de cada “orden” de un superior que jamás se ensuciaba los zapatos.

Cuando él se fue con su cubeta y su arnés hacia el área de cristales, me quedé observando desde la ventana del piso de mantenimiento. Lo vi ajustar los cables, revisar los ganchos y empezar a descender por la fachada del edificio.

Ese hombre había limpiado los sueños de todos los demás… sin darse cuenta de que era el mío el que sostenía, día tras día.

Suspiré.

Tomé mi caja de herramientas.

Y sin saber por qué, mientras caminaba hacia el siguiente ascensor averiado, una imagen se coló en mi cabeza: los ojos grises del señor Ha, serios, analíticos, mirándome como si intentara descifrar algo que ni yo misma entendía.

Sacudí la cabeza.

—Ni lo sueñes, Luna —me dije en voz baja—. Ese tipo vive en otro piso… y no precisamente del edificio.

El sonido de unos tacones interrumpió el momento. Cuando giré, Irina, la jefa de organización, estaba parada en el umbral del pasillo.

Su traje era impecable, su perfume llenaba el aire antes que su voz.

—Luna —dijo con ese tono que no admitía réplica—, dile a tu padre que hoy hay que limpiar los ventanales del piso treinta y cuatro. El señor Ha los quiere impecables antes de la reunión de la tarde.

Tragué saliva.

—¿El piso treinta y cuatro? Eso es muy alto, no es seguro que él lo limpie. Ya no está tan…

—¿Joven? —me interrumpió con una sonrisa que no llegó a los ojos—. Da igual, el señor Ha los quiere limpios. Y si tu padre no está tan joven, tal vez debería pensar en retirarse.

Sentí cómo la sangre me subía a la cara, pero apreté los dientes.

Su comentario me golpeó. Sabía que papá nunca dejaría este trabajo. Lo amaba demasiado, aunque fuera agotador y peligroso. Su orgullo, su forma de mantenerse firme en un mundo que apenas lo miraba, no se lo permitiría.

—Le diré —respondí con un hilo de voz. Irina asintió y se marchó, dejando el eco de sus tacones en el pasillo.

Me quedé quieta un momento, contemplando el vacío entre los pisos. Nunca había subido tan alto. Nunca había hecho el trabajo de papá.

Pero no podía dejar que él se arriesgara.

Suspiré otra vez.

—Está bien… lo haré yo.

Tomé el arnés, la cubeta y el trapo que había quedado en el suelo. Mi cuerpo temblaba un poco, pero mi decisión estaba tomada.

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Sala de juntas – Piso 34

Noah Ha estaba sentado al frente, ajustando el nudo de su corbata mientras la voz de Whitman resonaba entre los paneles de vidrio.

—…si la filial de Busan no confirma los envíos, la cadena de distribución colapsará antes de fin de mes.

Noah apenas lo escuchaba.

Había notado algo en la ventana. Un movimiento.

Alzó la vista… y el mundo se detuvo.

Una figura femenina, colgada parcialmente fuera del ventanal, limpiaba con un trapo y un balde.

Sin arnés.

Sin casco.

Sin supervisión.

La presidenta Eun-Ji Ha, sentada al otro extremo de la mesa, tardó un segundo en ver lo mismo.

—¡Santo cielo! —exclamó, llevándose la mano al pecho—. ¿Qué hace esa niña ahí afuera?

Santiago Kim se levantó de inmediato.

—¡No lleva equipo de seguridad! ¡Va a caerse!

Los murmullos crecieron.

El único que no hablaba era Noah.

Su mandíbula estaba rígida, los dedos apretados sobre la mesa.

—¿Qué clase de irresponsabilidad es esta? —la voz de la presidenta cortó el silencio—. Noah, ¿cómo es que no hay una empresa certificada para esto? ¡Haz que se baje ahora!

Noah se levantó de golpe.

—Whitman, corta la energía del sistema de ventilación. Nadie abra esas ventanas. —Su voz era firme, pero las venas en su cuello delataban la tensión.

Luego sacó el teléfono y habló al intercomunicador:

—Seguridad, aquí el CEO Ha. Hay una trabajadora colgada en el ventanal del piso ejecutivo sin equipo adecuado. ¡Desactiven el acceso al exterior y suban un equipo de rescate ya!

Los demás ejecutivos se miraban entre sí, impactados.

Whitman murmuró:

—¿Por qué diablos haría eso? ¿Quién es?

Noah se acercó al vidrio, tan cerca que su respiración empañó el cristal.

La vio claramente ahora: Luna Morales.

El cabello suelto, la expresión concentrada… y un miedo que disimulaba con terquedad.

La presidenta, al ver el temblor en el reflejo del cinturón, apretó su bastón.

—Dios mío, Noah, esa niña va a matarse.

—Está acabando con mi paciencia —masculló él entre dientes, desajustándose la corbata.

Golpeó el vidrio con la palma.

—¡Señorita Morales! ¡Deténgase ahora mismo! ¡Entre al edificio!

Ella giró el rostro, sorprendida, con el viento golpeándole el cabello.

Sus labios se movieron, pero él no escuchó lo que dijo.

Solo vio su sonrisa leve, nerviosa.

Una mezcla de desafío y miedo.

Y eso lo descolocó más que cualquier cifra en la junta.

El equipo de seguridad llegó minutos después, con cuerdas y cascos.

Mientras la ayudaban a regresar, Noah se apartó de la ventana y tomó aire como si acabara de salir de una pesadilla.

Cuando la puerta de la sala se cerró tras los guardias, todos los presentes lo observaban.

Él se pasó una mano por el cabello y habló con voz baja, contenida:

—La reunión se suspende.

Nadie se atrevió a protestar.

Y cuando todos salieron, Noah marcó una extensión.

—Jaime —dijo, con los dientes apretados—, quiero que me traigas a la señorita Morales.

—Señor, está… limpiando los cristales —respondió Jaime, desconcertado.

—No me importa —replicó Noah, bajando el tono, casi un susurro furioso—. Tráela. Ahora.

Los guardias la ayudaron a entrar nuevamente al edificio, y Luna se enderezó mientras Noah la miraba, rígido, los ojos fríos y la corbata desajustada.

—Señor Ha —dijo Luna, con voz firme—, ¿me llamaba? ¿Qué necesita que le limpie hoy?

Noah la miró un instante, sin pestañear, y con voz seca dijo:

—Está despedida.

—¿Razón? —preguntó Luna, con calma, casi desafiándolo.

—Irresponsabilidad —respondió él—. ¿Sabe qué hubiera pasado si se cae de ahí afuera?

—Estaría en todos los medios —replicó Luna, levantando un dedo en gesto de advertencia—: “Empleado de mantenimiento del Grupo Ha muere tras caer del piso 34 por no contar con equipo adecuado”.

Noah tragó saliva, apenas un gesto imperceptible.

—Exactamente —dijo, con la voz más baja—.

—Sus acciones caen, demanda asegurada. Y la imagen del Grupo Ha por el piso. —Luna cruzó los brazos, firme—. Típico de multimillonarios: nada les importa más que su imagen. Pero por dentro… son un asco de personas.

Noah apretó la mandíbula, los ojos entrecerrados.

—¿Sabe con quién está hablando, señorita Morales?

—Deberían limpiarle el alma, o insertarle una nueva —respondió Luna, con una sonrisa mordaz—. Pero es evidente que su dinero no compra ese tipo de servicios.

Por un instante, Noah se quedó paralizado, temblando de ira contenida.

Sus manos se cerraron en puños, el rostro rojo de tensión, la corbata torcida.

—Hoy no habrá despido, señor Ha —dijo Luna, con tono sarcástico y firme—. Hoy hay renuncia.

Se giró hacia la presidenta Eun-Ji Ha, inclinando ligeramente la cabeza:

—Gracias por todo, señora. Fue un honor conocerla.

Luego dio media vuelta y salió de la sala, dejando a Noah temblando de rabia y desconcierto, consciente de que aquella joven acababa de desafiarlo como nadie lo había hecho antes… y de dejar su mundo corporativo patas arriba.

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