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Te compro tu amor
Te compro tu amor
Por: Elouisa D
Capítulo 1 – Café frío y ascensores rebeldes

El aroma del café recién hecho se mezclaba con el de pan tostado y cables eléctricos. Esa combinación era, para mí, el perfume de casa.

Papá tarareaba una ranchera vieja mientras freía los huevos, moviéndose con una agilidad que nunca se le había quitado, ni siquiera con los años. Yo lo observaba desde la mesa, envuelta en mi sudadera favorita y con el pelo aún despeinado.

—¿Otra vez cantando “Cielito Lindo”, pa’? —dije sonriendo.

—¡Claro! Es el himno oficial de los Morales. —Me guiñó un ojo mientras daba vuelta al pan.

—Deberías patentar esa frase.

—Debería, pero prefiero patentar tu sonrisa, mija.

Así eran nuestras mañanas: simples, cálidas y con un caos perfectamente sincronizado. Desde que mamá murió, habíamos aprendido a llenar el silencio con bromas y música. Margaret Whitmore, mi madre, fue una mujer del sur, de esas que crecen con normas sobre lo que se debe y no se debe hacer. Rompió todas al enamorarse de Gabriel Morales, el hijo de inmigrantes que trabajaba recogiendo uvas en las plantaciones. La desheredaron, la llamaron “loca”, y aún así eligió el amor.

Yo era la mezcla de dos mundos que nunca aprendieron a convivir: la nieta de una familia que me negó y la hija del conserje más noble de Nueva York.

Desde entonces, papá y yo éramos un equipo.

Mientras me vestía, miré mi reflejo en el espejo y solté una risa cansada.

Por el nombre de la empresa en la que trabajo, HaTech Global Industries, cualquiera pensaría que tengo un puesto importante. Quizás algo elegante, con un traje caro y un despacho con ventanales. Pero la verdad es otra: soy técnica de mantenimiento.

Sí, una mujer que arregla máquinas, elevadores y computadoras. Una que sabe usar un destornillador mejor que un lápiz labial.

Esa es mi herencia: ser la hija de Gabriel Morales, el conserje de confianza del grupo Ha.

Papá trabaja ahí desde que la empresa apenas era una oficina modesta. La presidenta, Eun-Ji Ha, confía en él como en un viejo amigo. A veces él dice que fueron compañeros en los inicios, que la ayudó a limpiar su primer edificio y que le prometió que un día su nieto sería grande. Yo, sinceramente, nunca los he visto hablar. Quizás papá exagera… o quizás necesita creer que esas amistades aún existen.

Me até el cabello en una coleta y suspiré.

Por esa razón llevo puestos estos jeans, esta sudadera, y no me esfuerzo en parecer una de esas muñecas de porcelana que caminan por los pasillos del grupo Ha.

—¡Luna! —la voz de papá me sacó de mis pensamientos—. Ya está empacado tu almuerzo. Y puse tu café en el vaso de Starbucks que tanto te gusta.

—Gracias, pa. Ya casi estoy.

—“Ya casi” no es una respuesta. Son las seis cuarenta y cinco. Debemos irnos ahora. No podemos llegar tarde, la presidenta vuelve hoy de Corea… y el CEO, Noah Ha, estará en la empresa.

—¿Y qué importa? No somos personal de interés.

—Luna, claro que lo somos. Sin nosotros ese lugar no brillaría.

—Solo limpiamos y arreglamos cosas, pa. No somos indispensables.

—Ya vámonos. Deja de decir tonterías.

—Voy, voy —dije riendo mientras metía mis herramientas en la mochila.

---

En el auto, el tráfico de Nueva York era una sinfonía de bocinas y prisa. Papá subió el volumen de la radio justo cuando sonaba una vieja de Pedro Infante.

—Esta sí es música —dijo orgulloso.

—Papá, eso suena a abuelito enamorado.

—Pues soy un abuelito enamorado… del arte.

—Déjame poner algo más actual —repliqué y puse reguetón.

El contraste fue inmediato.

Papá frunció el ceño, yo empecé a mover los hombros al ritmo del bajo, y cuando menos lo pensamos, ambos cantábamos entre risas, desafinando horriblemente.

Ese era nuestro ritual diario: reír antes de empezar un día que, probablemente, no tendría nada de gracioso.

---

El edificio de HaTech Global Industries se erguía imponente, con su fachada de cristal y su logotipo azul metalizado brillando bajo el sol.

Apenas entramos, nos recibió Jaime Hammer, el asistente de recursos humanos, agitando los brazos como si estuviera en un incendio.

—¡Lunaaaa! ¡El ascensor central se ha vuelto a estropear! ¡Y la presidenta ya está aquí! ¡Y el CEO! ¡Y todos nos vamos a quedar sin empleo si no lo arreglas en cinco minutos!

—Buenos días, Jaime.

—¡No hay tiempo para saludos! ¡Muévete!

Suspiré y caminé con mi caja de herramientas hacia el elevador.

Podía sentir todas las miradas clavadas en mi espalda: secretarias con uñas perfectas, ejecutivos con trajes impecables, y yo… con mis jeans manchados de grasa.

—Dios, dejen de mirarme —murmuré entre dientes—. Es solo un ascensor.

Mientras retiraba el panel metálico, continué hablando sola:

—Además, ¿por qué tanto drama? ¿A caso Noah Ha es minusválido y no puede usar las escaleras?

Un silencio se extendió a mi alrededor. Jaime abrió los ojos como platos y me hizo una seña desesperada.

Yo me giré… y ahí estaban.

El mismísimo Noah Ha, impecable con su traje gris, y la presidenta, Eun-Ji Ha, observándome con una mezcla de sorpresa y diversión.

Sentí cómo la sangre me subía a las mejillas.

—Yo… bueno… —balbuceé—. Señor Ha. Presidenta.

Entonces recordé las clases de coreano que había tomado gratis en línea y, sin pensar, hice una reverencia perfecta.

—환영합니다 (Hwan-yeong-hamnida)… bienvenidos.

El silencio duró un segundo.

Hasta que la abuela Ha soltó una risa suave, casi cómplice.

—Me gusta ella —dijo.

—Pues a mí no —fue lo primero que dijo Noah Ha cuando el elevador volvió a respirar.

Su voz sonó seca, sin titubeos.

—Habla demasiado y es lenta en su trabajo.

El comentario flotó en el aire como una hoja cortante. Jaime, a un metro de distancia, se llevó las manos a la cabeza con expresión de tragedia.

—¡Dios, ella perdió la cabeza! —susurró entre dientes, sin decidir si rezar o correr.

Yo me limité a seguir apretando tornillos y cables, ignorando el ardor en las mejillas.

—Debería cambiar el elevador, señor Ha —respondí sin levantar la vista—. Invertir un poco más en cosas que parecen simples, pero ya ve… no lo son.

El silencio que siguió fue de esos que hacen crujir el aire. Todos dejaron de respirar. Jaime se tapó la boca. Un grupo de secretarias se miró entre sí, horrorizadas.

Solo Noah se mantuvo inmóvil, con el ceño apenas fruncido, como si estuviera evaluando una ecuación imposible.

Yo seguí trabajando, girando el destornillador con precisión quirúrgica. Reemplazaba un sensor de seguridad y ajustaba la calibración del panel maestro, las manos firmes pese a que podía sentir sus ojos encima.

Noah miró su reloj, nervioso. Después volvió a mirarme.

—¿Cuánto falta? —preguntó con tono impaciente.

—Ya casi, señor Ha. —Conecté el último cable, limpié la grasa del panel y presioné el botón de prueba—. Solo aseguro el sistema y listo.

El motor vibró suave, y el ascensor subió y bajó con un zumbido perfecto.

Me incorporé, respirando hondo.

—Listo. Está funcionando.

La presidenta Eun-Ji Ha se acercó, su sonrisa llena de serenidad.

—Excelente trabajo, señorita Morales.

—Gracias, presidenta.

Noah, en cambio, no sonrió. Se cruzó de brazos, estudiándome con una mezcla de desconfianza y cálculo.

—Suba con nosotros —ordenó de pronto.

Levanté la vista, confundida.

—¿Perdón?

—Dije que suba con nosotros. —Su tono fue firme, casi militar—. No confío en improvisaciones. Quiero garantías de su trabajo en marcha.

Mi corazón dio un salto. Jaime abrió los ojos como si acabara de presenciar un suicidio laboral.

Por dentro, una parte de mí gritó una patada es lo que me gustaría darte.

Por fuera, mi boca dijo exactamente lo contrario:

—Por supuesto, señor Ha —respondí, fingiendo calma.

Guardé mis herramientas y me limpié las manos en la sudadera.

Los guardias abrieron las puertas del ascensor y esperaron.

Eun-Ji Ha observaba la escena con una sonrisa tan sutil que apenas era visible, pero lo suficiente para que sospechara que estaba disfrutando el espectáculo.

El interior del ascensor olía a madera pulida y perfume caro. El contraste con mis jeans manchados de grasa era casi cómico.

La presidenta se colocó a un lado, silenciosa. Noah se apoyó en el panel de control. El resto de su equipo esperó fuera.

Solo nosotros tres.

—Explíqueme qué hizo —dijo Noah—. Paso a paso. No me gustan las respuestas ambiguas.

—Sí, señor Ha —respondí, respirando profundo.

Empecé a detallar el proceso: la placa quemada, la nueva soldadura, el ajuste de frenos, la calibración del sensor.

Hablé con precisión, como quien recita una receta que domina de memoria.

Cada palabra era un escudo. Cada tornillo, una defensa.

—¿Qué garantía me da de que no fallará con la presidenta dentro? —insistió.

Saqué una tarjeta de HaTech y la sostuve frente a él.

—Garantía completa. Si algo falla por negligencia mía, me quedo aquí hasta resolverlo y asumo el costo. —Lo miré sin pestañear—. No necesito improvisar, señor Ha. Solo que me dejen trabajar.

Por un instante, pareció quedarse sin réplica.

Eun-Ji Ha alzó apenas una ceja, satisfecha.

—Acepto —dijo Noah finalmente, ajustándose el reloj—. Por ahora.

El ascensor se detuvo suavemente en el lobby. Las puertas se abrieron.

Salí primero, con la cabeza alta y el pulso acelerado.

Noah se quedó un segundo más dentro, observándome mientras la presidenta intercambiaba unas palabras en coreano con él que no alcancé a entender.

Cuando las puertas se cerraron, el murmullo volvió a llenar el pasillo.

Jaime se acercó casi corriendo.

—¡Estás loca de remate! —exclamó—. Yo te despediría por imprudente, pero… al parecer le agradas a la presidenta. Tal vez por eso el señor Ha no te botó.

Me encogí de hombros.

—O tal vez porque sé hacer mi trabajo.

En ese momento apareció papá, con el ceño fruncido y un balde en la mano.

—¿El señor Ha quiere despedirte, mija? ¿Por qué?

—No lo escuches, pa —dije enseguida—. Venga, ya vamos a trabajar. Tenemos otro ascensor que revisar.

Gabriel Morales me miró con esos ojos cansados que siempre supieron más de lo que decían. Pero no preguntó. Solo asintió, se acomodó la gorra y caminó conmigo hacia el área de mantenimiento.

Mientras avanzábamos, el reflejo del edificio en los cristales me devolvía la imagen de un mundo que no me pertenecía: trajes, sonrisas fingidas, tacones brillando bajo luces perfectas.

Y en medio de todo eso, yo.

La hija del conserje.

La chica que arreglaba las cosas rotas.

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