La noche había caído con un estruendo silencioso y abrumador sobre la casa de Horacio. La oscuridad no era tranquila; era inquietante, como si estuviera cargada de un nerviosismo que vibraba en el aire e impregnaba cada rincón de la vasta terraza. Julieta no podía quedarse quieta; sus pies iban y venían en un frenético vaivén, dejando un rastro intangible de ansiedad en las losas frías bajo sus pasos. El tiempo se había acabado, ya no había vuelta atrás. Tenía que decidir y, sin embargo, su mente era un caos.
—Salet, estoy aterrorizada —confesó en voz alta, sin detener su caminata, como si las palabras pudieran aliviar el peso que le oprimía el pecho—. Mañana me tengo que ir. Horacio me dijo que él me va a teletransportar hasta donde yo le diga. Hizo una pausa y aspiró profundamente el aire nocturno, buscando algo de calma,